Todos
en el lugar dicen que está loca; es comprensible si eres paciente en
un hospital psiquiátrico. La muchacha estaba sentada en una silla,
vestida con ropa de calle, en consulta con una siquiatra a la que
todos trataban de “señorita”, pues obviamente una mujer no podía
ser médico en un mundo de hombres. La muchacha miraba en silencio a
la doctora, quien le decía que todo lo que había creído vivir
hasta ese instante había sido creado por su mente perturbada, que lo
que ella creía que había sido su vida sólo lo había vivido dentro
de su cerebro; en suma, que su realidad nunca había existido.
La
muchacha miraba por la ventana hacia afuera. La doctora le preguntaba
cosas, a las que la muchacha respondía automáticamente, casi todo
con el mismo “sí”. Luego de cada respuesta la doctora le
retrucaba su respuesta, intentando demostrarle que toda su vida era
una mentira. Cuando la muchacha le dijo que sabía manejar, la
doctora le respondió que no era así, que sólo se sentaba en el
asiento del conductor de un viejo auto de su padre y que con la boca
hacía el ruido del motor; cuando la muchacha dijo que trabajaba, la
doctora le respondió que ella no salía de la casa, que sus padres
la mantenían. Cuando la muchacha dijo que tenía pareja, la doctora
le mostró la foto de una revista, y le dijo que su novio era un
actor norteamericano que nunca había viajado a Chile.
La
muchacha miraba a los ojos a la doctora, pero no estaba concentrada
en ella; de hecho miraba levemente por sobre su hombro, a una polilla
que se había posado sobre su blusa. La doctora le decía que
necesitaba cambio de medicamentos, aumento de dosis, y agregar un par
de calmantes más. La doctora le decía que cambiarían de terapeuta
y de sicóloga, porque las que tenía no habían logrado avances con
ella. La doctora le decía que debería mantenerla internada, por su
seguridad y la de su familia, que todo estaría bien, y que con el
paso de los meses ella lograría devolverla a la normalidad y al
mundo real. La muchacha ahora miraba a los ojos a la polilla.
Doce
de la noche. Hacía ya siete horas que la doctora se había ido. La
muchacha había cenado, se había tomado sus medicamentos de la
noche, y estaba acostada en su cama en silencio. La muchacha
escuchaba concentrada a que las paramédicos hubieran hecho su última
ronda, y se hubieran ido a dormir. A la distancia escuchaba apenas un
par de voces cuchicheando, y el resto era sólo silencio. Había
llegado el momento como cada noche de desmaterializarse y aparecer en
Nueva York, a su vida, su trabajo, su auto y novio actor de cine.