El
hombre caminaba feliz por la calle con su mascarilla, la que protegía
su nariz y boca del riesgo de infectarse con el virus que estaba
causando estragos en el mundo. Él generalmente usaba mascarilla para
protegerse, pero desde el inicio de la pandemia se sentía casi uno
más en la sociedad en que se desenvolvía; ya no era el diferente o
el raro, sino uno más.
El
hombre se movía raudo por la calle, evitando al resto de los
transeúntes a quienes parecía que las mascarillas los hacían
caminar más lento; el hombre llevaba meses usándolas a diario, por
lo que ya se había acostumbrado a las escasas molestias que le
provocaban. El hombre estaba tranquilo y contento, lo que era
evidente sólo con verlo.
El
hombre llegó a una esquina donde había cuatro jóvenes bebiendo
sentados en el suelo. Al verlo, uno de ellos se puso de pie y le
cortó el paso. De inmediato sus amigos se pusieron de pie y entre
los cuatro empezaron a molestar al hombre, quien sin hablar intentaba
seguir su camino y evitar a los muchachos. De pronto empezaron a
empujarlo, hasta que uno de ellos e hizo perder el equilibrio,
cayendo pesadamente al suelo.
El
hombre estaba asustado; en ese instante uno de los muchachos se
agachó e intentó sacarle la mascarilla. El hombre se la cubrió con
ambas manos mientras los cuatro muchachos luchaban contra él para
quitarle su protección. El hombre estaba desesperado y protegía su
mascarilla con todas sus fuerzas, sin embargo las fuerzas de los
cuatro hombres fueron mayores que sus esfuerzos. Cuando le quitaron
la mascarilla el que la tenía en la mano la dejó caer, y los cuatro
muchachos huyeron despavoridos: el hombre no tenía boca ni nariz, y
en los bordes se notaban marcas de dientes. Mientras se colocaba su
mascarilla recordaba cómo ocho meses atrás su novia, contagiada por
el virus zombie, le había arrancado media cara con los dientes antes
que él pudiera matarla con su escopeta, y aún no lograba explicarse
por qué no estaba contagiado.