La joven
mujer estaba perpleja. Su rubia cabellera y sus ojos azules la hacían
visible para todo el mundo, pero nadie parecía estar viéndola en
ese momento. Su mente estaba algo confundida, pero sabía que en
cualquier momento recuperaría su memoria y volvería a ser la mujer
de siempre; en ese instante sólo quería saber dónde estaba, y qué
se suponía que tenía que hacer.
La joven
mujer intentaba hacer memoria, pero su mente no parecía estar de
acuerdo con ese deseo. De pronto dentro de la nebulosa algunas
imágenes empezaron a hacerse presentes. Frío y oscuridad. Una playa
alejada en el sur de Chile. Hermanos. Un padre ausente. Una madre
fuerte que guiaba sus pasos. Lejanía. Una tía que apareció de la
nada y la llevó del lado de su madre para criarla. Un matrimonio.
Violencia. Un hijo muerto, otro vivo. Alejamiento. Un destierro al
norte sin su hijo vivo. Valparaíso. Trabajo en costuras. Santiago.
Nueva pareja. Dureza, frialdad. Recuperación del hijo dejado en el
sur. Otro hijo muerto, otro hijo vivo. Trabajo. Más trabajo. Crianza
del hijo menor, incomprensión de la vida del hijo mayor. Nietos. Más
crianza. Abandono. Vida de allegados. Cambio. Hijo profesional. Vida
más tranquila. Crecimiento. Muerte del hijo mayor. Memoria perdida.
Recuerdos de un pasado remoto. Amnesia del presente. Accidente
vascular.
La joven
mujer no entendía nada. Contaba con no más de quince o veinte años,
y tenía recuerdos de como si tuviera ochenta o más. De pronto
algunas imágenes llegaron a su mente. Estaba en cama, no comía,
apenas tomaba algo de agua. El cuerpo le dolía, y se quejaba sin
parar. Su hijo vivo la acompañaba junto a su pareja. Aparecen sus
nietos. El cansancio y el dolor se hacían mayores. Su hijo la miraba
desde la puerta, de pronto aparecía tocando con armónica una de sus
canciones favoritas. Algo le dice y la besa en la frente. El
cansancio y el dolor aumentan. Cada vez la cansa más respirar pero
algo la mantiene atada a ese cuerpo. Reaparece su hijo. El hombre la
mira y le dice “ya deja de sufrir, es hora de partir”. En ese
instante el sufrimiento se detiene. La joven muchacha ve cómo el
hombre besa en la frente el cuerpo de una anciana que ya no
respiraba. Su corazón se recoje.
La joven
mujer ya no estaba perpleja. Recíén acababa de fallecer con casi
ochenta y siete años junto a su hijo de cuarenta y nueve, y ahora
esperaba a saber qué venía para su alma. De pronto miró a través
de la muralla: allá, a doscientos metros de donde estaba, una puerta
luminosa se abría y la llamaba. Justo antes que una presencia tomara
su mano y la llevara a la luz, besó con cariño por última vez la
frente de su hijo, quien miraba su viejo cuerpo triste pero
tranquilo.