La
joven mujer se peinaba frente al espejo. Su larga cabellera negro
azabache le daba un gran trabajo cada vez que decidía peinarse,
debiendo estar a veces más de una hora pasando el peine por su
cabello para lograr darle al menos un orden mínimo que le permitiera
estar presentable para el mundo. Su pálida tez contrastaba con su
oscura cabellera dándole un aspecto de enferma para quienes la
veían, cosa que por lo demás nunca le había importado; de hecho
para completar el cuadro pintaba sus labios de un color rosado
pálido, lo que le daba un aspecto más demacrado aún a su rostro.
La
joven mujer terminó al fin de peinarse, por lo que había llegado el
momento de vestirse. Su actitud frente a la vida siempre había sido
ser llamativa, por lo que se puso un largo vestido de encaje negro
que apenas dejaba ver el borde superior de su cuello y que la cubría
hasta los talones. Sabía que el color de su traje complicaba más
aún la palidez de su rostro, pero ello le acomodaba al saber que
incomodaba a quienes la miraban. Pese a ello siempre había algún
hombre que se acercaba a ella cuando iba a beber a algún bar, ya
fuera por curiosidad o por atracción física. Así, nunca la mujer
estaba sola si no era esa su decisión.
La
joven mujer ya estaba lista para salir. Tomó su pequeño bolso y se
acercó a la puerta de su vieja casona, heredada de su familia hacía
ya cerca de seis generaciones. Muchas veces durante su vida sendas
empresas constructoras se habían acercado a ella para comprar la
edificación, demolerla, y construir en su lugar un edificio; sin
embargo el apego que la mujer sentía por el lugar le hacía
imposible pensar en venderlo y cambiarlo por otro. En esa casa había
nacido y en esa casa viviría el resto de sus días. Justo antes de
salir recordó que no había desayunado, por lo que debió desandar
sus pasos para comer algo antes de salir.
La
joven mujer ahora sí estaba lista para salir. De pronto se miró en
el espejo que había detrás de la puerta de entrada y vio un hilo
rojo cayendo de su boca. De inmediato se dirigió al baño para
limpiar la sangre que había caído de su boca al comer el brazo de
uno de los cuerpos que guardaba en el sótano de su casa. Antes de
salir volvió al sótano a revisar: esa noche debería capturar una
nueva víctima, pues sólo le quedaban un brazo, una pierna, y un
muchacho vivo, lo que no le alcanzaría para más de tres días.