El
gato negro se paseaba tranquilamente esa mañana entre los postes
instalados en la plaza. Todos los transeúntes lo evitaban, mientras
los guardias observaban concentradamente cada movimiento del animal y
de los humanos. El gato no tomaba en cuenta a nadie y seguía
caminando entre los postes, algo extrañado que ningún humano lo
acariciara; sin embargo ello no era motivo de preocupación, pues ya
había comido hasta la saciedad y las caricias eran agradables mas no
imprescindibles.
A
medida que pasaba el tiempo la gente empezaba a aglomerarse en la
plaza, y todos se preocupaban de evitar al gato para no meterse en
problemas. El animal mientras tanto se había sentado en el suelo a
descansar y acicalarse, en espera a que algún humano lo tomara en
cuenta. A cada instante más gente y más guardias ocupaban el lugar,
hasta que de pronto los guardias empezaron a ordenarse y a hacer una
especie de pasillo desde una de las entradas de la plaza y que
llevaba directamente a los postes.
El
gato estaba algo aburrido, pues había hecho de todo y no había
conseguido que algún humano lo acariciara. Ahora simplemente
descansaba mientras los rayos del sol empezaban a calentar su pelaje,
lo que aminoraba en algo su desidia. De pronto la multitud empezó a
gritar, lo que en un principio asustó al gato. Desde la entrada de
la plaza avanzaba una carreta vieja con dos mujeres de edad mediana
en su interior, vestidas con túnicas que alguna vez fueron blancas,
atadas de manos y con rostros que denotaban cansancio y dolor. Por
delante y detrás de la carreta avanzaban sacerdotes ricamente
ataviados portando sendas cruces que cada cierto tiempo mostraban a
los rostros de ambas mujeres. El gato apenas las miró, y siguió
tomando el sol.
El
sacerdote de mayor edad hizo callar a la multitud, para empezar a
leer en voz alta una lista de crímenes contra la iglesia cometidos
por las mujeres, mientras los guardias las bajaban y las amarraban a
los postes, para luego rodearlas de maderos secos a sus pies. El gato
levantó la cabeza al ver antorchas encendidas y la bajó al ver que
eran para encender los maderos a los pies de los postes donde estaban
atadas las mujeres, quienes empezaron a gritar, desesperadas.
El
gato se puso de pie. La gente gritaba desaforada mientras quemaban
vivas a dos mujeres acusadas de brujería. De pronto el animal vio un
alma maligna y se acercó a acariciarla de inmediato, siendo
correspondido con sendas caricias en su cabeza. Sólo uno de los
guardias vio al gato negro acariciar y ser acariciado por el
sacerdote más joven de la procesión. Como era su obligación,
guardó silencio hasta el día de su muerte.