El
psicópata estaba sentado en la habitación bajo su casa donde
guardaba sus trofeos. El lugar era oscuro pues nunca quiso iluminarlo
adecuadamente; tal vez era por el miedo que le causaba el darse
cuenta del daño provocado, tal vez por simple desidia. El piso de
madera estaba impregnado con la sangre de décadas de decapitaciones,
y el olor que emanaba del lugar era casi irrespirable, pues nunca se
dio el tiempo de conservar las cabezas de sus víctimas: muchas de
ellas llevaban más de veinte años en el lugar, por lo que las
partes blandas se habían descompuesto en la habitación, dejando un
olor difícil de eliminar de la nariz, y que inclusive le había
traído algunos problemas con un par de vecinos, que había
solucionado incorporándolos a su colección.
El
asesino miraba las paredes repletas de repisas con cabezas en
descomposición, e intentaba entender por qué necesitaba decapitar
personas y guardar sus cabezas. Era un problema conseguir víctimas
más pequeñas que él para que no pudieran oponer resistencia,
engañarlas, llevarlas a su casa, asesinarlas, decapitarlas, eliminar
sus cuerpos y conservar las cabezas. Cada día lo cansaba más
disponer de las personas para satisfacer su pulsión, y a cada
momento el nivel de satisfacción era menor. Su psicopatía estaba
entrando en crisis, y no veía ninguna solución en el corto o
mediano plazo.
El
psicópata se puso de pie, ver la habitación en las condiciones en
que estaba lo empezaba a deprimir, y sabía que si eso ocurría
necesitaría decapitar a alguien para mejorar su ánimo. El hombre
subió la escalera: de pronto un violento golpe derribó la puerta de
su casa y una horda de hombres uniformados y armados hasta los
dientes invadieron su propiedad, gritando que eran policías y que se
tirara al suelo. El hombre vio que en el arrimo a la salida de la
escalera estaba su cuchillo favorito: sin pensarlo dos veces lo tomó,
siendo acribillado y cayendo al suelo ya muerto.
El
profesor de matemáticas despertó de su estado de ensoñación. Sus
alumnos lo miraban algo preocupados, pues mientras caminaba entre los
pupitres se quedó tieso de un momento a otro. Todas las miradas de
la sala confluyeron sobre él, salvo la de una alumna que estaba
sentada delante del profesor, quien acariciaba con una extraña
actitud su delgado cuello.