El
anciano se paseaba en la vieja casona de adobe, herencia de fines del
siglo XIX de su familia. El hombre era portador de un rancio apellido
que otrora tuvo influencias en los destinos del país, pero que ahora
no era más que un sonado recuerdo de libros de historia qua nadie
leía, pues adolecía de hazañas y heroísmo, y sólo traía a la
memoria de quienes lo conocían recuerdos de arduo trabajo y
sufrimiento. La casona era de un piso, de habitaciones extremadamente
altas, que junto con el material de construcción la hacían
extremadamente fría en invierno y generosamente calurosa en verano.
El
hombre recorría el pasillo central de la casa que daba a todos los
dormitorios; en uno de los extremos estaba el living y el comedor, y
en el otro el baño y la cocina. El hombre miraba las habitaciones, y
los recuerdos de infancia se agolpaban en su cerebro: las tardes de
verano junto a sus padres y hermanos, las visitas de sus amigos del
barrio, las salidas en bicicleta alrededor de la manzana en que
vivía, la felicidad. También se venían a su memoria recuerdos
amargos: la debacle económica, el abandono de su padre, la muerte de
su madre, el alejamiento de sus amigos y hermanos. Pese a todo el
hombre se sentía contento con su vida, y daba gracias todos los días
por las experiencias vividas.
El
hombre llegó a la puerta de la entrada. Sin fijarse y por el apuro
no se fijó de lo cerca que estaba y simplemente pasó de largo; el
hombre estaba sorprendido al darse cuenta que había atravesado la
puerta sin sentir el golpe contra la madera o caerse de espaldas por
el rebote. Al contrario, el hombre se dio cuenta que estaba ya en la
calle sin entender bien qué le había sucedido. De pronto su memoria
empezó a aclararse: luego del alejamiento de su último hermano cayó
en una depresión. Como buen hombre jamás consultó a algún
profesional. Un día sumido en la tristeza y la soledad sacó el
viejo revolver Colt 45 de su abuelo que aún estaba cargado, lo puso
en su sien y acabó con su vida. Ahora entendía por qué su vida
parecía no alterarse pese a no hacer nada más que pasear por los
pasillos de su casa.
El
hombre estaba en la calle mirando el resto del barrio. De pronto vio
cómo a través de cada puerta aparecían almas traspasándolas tal y
como él lo había hecho. Al mirarlos con detenimiento empezó a
reconocer a sus amigos del pasado. Las almas se miraron, y de un
momento a otro empezaron a acercarse, a abrazarse y a conversar
acerca del pasado común. Mientras tanto las empresas de demoliciones
se encargaban de aplastar las viejas casas para convertir el
despoblado barrio de antaño en la ciudad del futuro, sin recuerdo ni
memoria