El
joven soldado velaba sus armas la noche anterior a entrar en batalla.
El hombre era visto con curiosidad por sus superiores y con burlas
por sus compañeros. El soldado tenía al lado de su catre de campaña
un pequeño piso que usaba como velador, sobre el cual tenía una
imagen de un cristo de metal, dos delgadas velas y un rosario blanco.
Cada vez que algún oficial les informaba la posibilidad de entrar
en batalla al día siguiente, el muchacho colocaba su fusil, su
pistola y su cuchillo en su altar, y rezaba toda la noche en espera
de la mañana siguiente. Hasta ese instante todos los avisos habían
sido falsas alarmas, lo que llevaba a sus compañeros a burlarse
recurrentemente de él.
El
teniente de su batallón, quien también era bastante joven, lo
miraba con curiosidad. El oficial sabía que la costumbre del
muchacho era la misma que seguían los caballeros medievales, de
velar sus armas antes de las justas, pero no lograba entender la
motivación del soldado. En una oportunidad le preguntó por el
origen de esa tradición, y el soldado le respondió en un pobre
lenguaje que no conocía la palabra tradición y que él hacía la
ceremonia de las armas sólo por un instinto que lo obligaba a
hacerlo. El teniente quedó más confundido que al principio.
Esa
tarde el alto mando les envió la orden de asaltar la ciudad vecina,
pues las tropas del ejército enemigo se estaban haciendo fuertes en
dicha ciudad, lo que ponía en riesgo la conquista del territorio. El
teniente le informó al batallón, luego de lo cual muchos se fueron
a beber, otros a dormir, y el soldado a velar sus armas. El teniente
se acercó a escondidas a la carpa donde dormía el muchacho. El
oficial vio cómo el muchacho tomaba su fusil con marcialidad para
colocarlo en su pequeño altar, no sin antes desarmarlo y engrasarlo,
haberlo cargado y pasado bala; lo mismo hizo con su pistola, la cual
desarmó y engrasó antes; finalmente sacó su cuchillo, lo afiló, y
lo colocó frente al cristo. El muchacho encendió las dos velas, y
empezó a rezar en silencio y con los ojos cerrados.
A
la mañana siguiente, a las seis de la mañana, el sargento ordenó
al batallón e iniciaron la marcha hacia la ciudad vecina. A las
siete de la mañana empezaron las escaramuzas, los primeros disparos
empezaron a sonar, y a los pocos minutos todos estaban parapetados
disparando casi a ciegas donde creían que estaban los enemigos. El
teniente se acercó a la retaguardia e intentó divisar al muchacho;
de pronto lo vio en la primera línea de batalla, apuntando y
disparando con gran certeza. De pronto el sargento ordenó cargar:
los soldados se pusieron de pie y se lanzaron corriendo hacia las
líneas enemigas. El teniente vio a los jóvenes corriendo; al ver al
muchacho el teniente debió restregarse los ojos, pues estaba seguro
que al levantarse el joven soldado estaba cubierto con una túnica
blanco con una cruz roja de brazos simétricos al centro, que volaba
al viento sin impedir su irresistible avance entre las balas
enemigas.