Sus
anteojos se empañaban cada vez que respiraba dentro de la
mascarilla. Ya había intentado todos los trucos descritos en
internet y en la conversación diaria, sin que nada diera resultados
útiles. El hombre ya casi estaba acostumbrado a ver a la gente a
través de una bruma que iba y venía dependiendo de su respiración.
Sin embargo esa noche la bruma en sus lentes haría la diferencia.
El
hombre caminaba de vuelta a su casa minutos antes del inicio del
toque de queda, medida creada por las autoridades para ayudar a
disminuir la movilidad de la población y con ello intentar
enlentecer el avance de la pandemia. Esa tarde de invierno estaba
fría y húmeda, y en cualquier instante volvería a llover. El
hombre caminaba rápido, lo que hacía que sus anteojos estuvieran
casi en todo momento empañados; el hombre miraba a través de su
propia bruma, pero lo hacía con confianza pues recorría ese mismo
trayecto día tras días, por lo que casi conocía cada defecto de la
vereda en su camino. De pronto las luminarias públicas destellaron,
quedando la calle en tinieblas, producto de un corte de luz.
El
hombre veía cómo, cada cierta distancia, aparecían luces pequeñas
que se movían raudas a esa hora. El hombre reconoció las linternas
de los teléfonos celulares de los transeúntes, y decidió hacer lo
mismo para iluminar su camino y su entorno. El hombre siguió su
camino, ahora iluminado por la linterna de su teléfono. Cada cierto
tiempo se cruzaba con otro transeúnte que le sonreía al cruzarse
con él, mientras seguían caminando. El hombre continuó su marcha
cada vez más tranquilo, sonriendo a quien se cruzara en su camino.
El
hombre seguía luchando contra la bruma en sus anteojos. De pronto
vio otra pequeña luz acercándose a él. Al pasar a su lado el
hombre creyó ver sólo el teléfono, sin alcanzar a notar al dueño.
Culpando a la bruma en sus anteojos el hombre siguió su marcha.
Algunos metros más allá apareció otra luz, y nuevamente al
cruzarse con ella no logró distinguir a nadie. El hombre, bastante
incómodo, decidió sacarse los anteojos pues la bruma le impedía
ver a la gente. Diez metros más allá otra luz apareció, al
cruzarse con ella, el hombre vio, ahora sin bruma, que el teléfono
no era llevado por nadie.
El
hombre estaba desconcertado, tanto así que decidió volver a
colocarse los anteojos y sacarse la mascarilla. Al pasar la siguiente
luz se encontró con el mismo caso: un teléfono suspendido en el
aire sin nadie que lo sostuviera. De pronto el hombre se vio rodeado
de teléfonos con sus linternas encendidas, sin que nadie los
sostuviera. El hombre miraba a todos lados tratando de entender qué
sucedía. Sólo se enteraría de la verdad a la mañana siguiente,
cuando descubriera que equivocó el camino y entró al cementerio de
la ciudad.