La
mujer caminaba por la calle en silencio. Alrededor de ella el
bullicio era casi ensordecedor: sin embargo ello no parecía alterar
a la mujer, quien seguía caminando con toda tranquilidad como si
anduviera sola en ese instante. La mujer mantenía su ritmo de
marcha, y no se inmutaba si alguien le pedía permiso para poder
pasar, simplemente se hacía a un lado dejando que el mundo se
moviera más rápido que ella, como si aquello modificara en algo el
paso del tiempo.
La
mujer llegó a un cruce señalizado por semáforo. La luz estaba en
rojo por lo que todos estaban detenidos esperando el cambio de luz.
La mujer se detuvo y se quedó también esperando. Cuando la luz dio
verde la mujer siguió en el lugar, siendo increpada por un muchacho
joven que estaba al parecer demasiado apurado. La mujer lo ignoró y
lo dejó pasar, para luego cruzar ella con su parsimonia habitual. Al
llegar al siguiente semáforo vio que la luz estaba en rojo por lo
que detuvo su marcha; al dar la luz verde una muchacha que venía
caminando tras ella cruzó, por lo que la mujer hizo lo mismo.
La
mujer seguía su marcha en silencio por la calle. De pronto un hombre
añoso la vio, y de inmediato empezó a seguirla, para luego empezar
a caminar al lado de ella. La mujer sentía su intimidad invadida,
sin embargo simplemente siguió su marcha, mirando de vez en cuando y
de reojo al hombre que caminaba a su lado, y cuya presencia le
parecía familiar.
La
mujer continuaba su marcha en silencio. Al llegar a una rotonda la
rodeó, cruzó una calle y se quedó tiesa, sin entender bien lo que
pasaba. Donde se suponía que estaba su casa ahora había un edificio
enorme. En ese instante el hombre añoso la tomó suavemente por el
brazo, lo que al instante calmó a la mujer. Ya vería el anciano
cómo explicarle a la mujer que él era su hijo, que ella había
fallecido hacía ya treinta años, y que su casa había sido
reemplazada por un edificio veinticuatro años atrás, cuando el
anciano decidió vender su herencia para irse a vivir a un
departamento más pequeño.