El
policía dirigía el tránsito de la concurrida avenida con toda
tranquilidad. Luego de diez años trabajando en las calles el tráfico
ya no lo estresaba, y de hecho agradecía a su jefatura enviarlo a un
trabajo tan tranquilo luego de haber pasado largo tiempo patrullando
las calles de noche. Los bocinazos abundaban a esa hora en la
concurrida arteria, sin que ello lograra poner nervioso al avezado
policía.
Una
hora más tarde el flujo de vehículos no había disminuido
absolutamente nada, cosa que le extrañaba algo al policía, pues se
suponía que a esa hora el tráfico ya debería haber bajado en
intensidad. Un par de minutos más tarde decidió llamar por radio a
su comisaría, y como ya estaban al tanto de la situación le
ordenaron seguir en el lugar desempeñando su trabajo. El policía
simplemente se despreocupó y siguió ordenando el desordenado
tráfico vehicular y evitando dentro de lo posible los tacos y los
choques por alcance.
Tres
horas más tarde la situación no había cambiado en nada. Los
vehículos seguían pasando en la misma cantidad, el flujo no bajaba
y la paciencia de los conductores parecía hacerse menor a cada
instante. El policía se mantenía en su lugar haciendo su trabajo
pero cada vez más confundido con la extraña situación: parecía
como si todos los autos de la ciudad se hubieran dirigido a esa
esquina para pasar por donde él estaba. El suboficial llamó
nuevamente a la comisaría, donde le dijeron que seguían
monitoreando la situación y que se mantuviera en ese lugar haciendo
su trabajo. El policía guardó su radio, miró la calle y
simplemente siguió dirigiendo el tránsito en el mismo lugar.
Cinco
horas más tarde nada había cambiado. El tráfico no bajaba en lo
absoluto, los conductores seguían de mal genio, y cada vez le era
más difícil al policía mantener el orden del tráfico en el lugar.
El policía llevaba nueve horas en el lugar, no había comido ni ido
al baño, su ánimo estaba por los suelos y no lograba entender cómo
se podía mantener ese mismo tráfico gigantesco por nueve horas;
parecía como si nadie llegara a destino y todos se dedicaran
exclusivamente a desplazarse. El policía ya empezaba a ver en las
calles vehículos con leyendas pintadas con tiza y agua en sus
vidrios posteriores con frases apocalípticas que no le hacían
ningún sentido. Ya era tal su cansancio que decidió llamar
nuevamente por radio a la central y pedir que alguien le explicara
qué diablos estaba pasando y qué era lo que estaban monitorizando.
El operador de la radio en la comisaría miró al oficial que estaba
detrás de él y le pasó el micrófono; le correspondía al
comisario avisarle al policía que esa mañana el planeta tierra se
había contraído a la mitad de su tamaño y que de ahora en adelante
se pasaría toda la vida con un tráfico incesante, y con turnos de
cuarenta y ocho horas.