El
joven oficinista llegó nervioso al estacionamiento del edificio
donde estaba ubicada la empresa donde trabajaba. Esa mañana había
empezado de modo funesto para él, y necesitaba despejarse lo antes
posible para rendir adecuadamente en sus labores. Justo ese día iría
un equipo de auditores a revisar la documentación de su área de
trabajo por lo que necesitaba estar completamente concentrado en sus
labores. Luego de estacionar su vehículo se bajó, revisó el
parachoques anterior, limpió un poco su superficie, se fijó en cuán
abollado había quedado luego de los sucesos de su traslado al
trabajo, y respiró un poco más tranquilo al darse cuenta que no
había sangre en su superficie y que su reparación saldría bastante
económica dado el escaso daño sufrido.
El
edificio donde trabajaba tenía un dueño con bastante conciencia
social, pues tenía contratado un ascensorista. Esa labor era casi
innecesaria, pero con ello le daba trabajo a una persona minusválida,
por lo que aportaba con el sueldo y con la integración del
trabajador. Al llegar a la empresa el oficinista subió rápido al
ascensor, saludó apurado al ascensorista casi sin mirarlo y le
indicó que lo llevara al octavo piso. El hombre presionó la
botonera, y el oficinista se dio cuenta que el ascensor estaba
bajando a uno de los estacionamientos subterráneos.
El
oficinista miró al ascensorista, quien llevaba su rostro cubierto
con su mascarilla. El joven se encogió de hombros y nuevamente pidió
al ascensorista que lo llevara al octavo piso. En el intertanto el
joven empezó a recordar los sucesos de la mañana: su sueño
irregular, su despertar enojado, su ducha rápida, su café medio
frío, su manejo acelerado, el vagabundo que apareció de la nada en
medio de la calle, el atropello, la huida sin preocuparse del estado
del accidentado. Una vaga sensación de culpa empezó a invadirlo
pero de inmediato la desechó: había sido culpa del vagabundo quien
se cruzó en medio de la calle de improviso en su camino sin que él
alcanzara a esquivarlo. Si se hubiera detenido a ayudarlo hubiera
llegado atrasado a la auditoría, y su jefe no se lo hubiera
perdonado. Mientras cavilaba, el oficinista notó que nuevamente el
ascensor estaba bajando.
El
oficinista estaba notoriamente enojado con el ascensorista. Furibundo
se dio vuelta y con violencia bajó la mascarilla del hombre quien
tenía su mandíbula destrozada. El oficinista lo miró con espanto,
y no reconoció al ascensorista; de pronto se dio cuenta que quien
manejaba el ascensor era el vagabundo al que había atropellado y
asesinado esa mañana. El joven nunca se enteró que el ascensorista
estaba con permiso esa mañana. Mientras tanto, el vagabundo volvió
a apretar la botonera del ascensor, cuyo destino final no era otro
que el infierno.