La
muchacha se sentía extremadamente cansada esa mañana. Pese a su
juventud, las presiones de su familia eran tales que no la dejaban en
paz y el estrés estaba empezando a hacer mella en su estado de
ánimo. La joven se esforzaba meditando, haciendo yoga y taichí,
tomando aguas de hierbas relajantes y todo cuanto estuviera a su mano
para ayudarse a sobrellevar las tensiones de la vida; sin embargo ya
era tanto el nivel de estrés que consultó a un médico general,
quien luego de entrevistarla y evaluarla le sugirió encarecidamente
que buscara la ayuda de un psicólogo o en su defecto, de un
psiquiatra. Luego de pensarlo un par de días, decidió intentar con
un psicólogo.
Esa
tarde la muchacha se presentó a su cita con el psicólogo a la hora
de salida del trabajo. El profesional, un hombre añoso, escuchó
tranquilamente el motivo de consulta de la joven sin interrumpirla;
luego que ella terminó de hablar no hizo ninguna pregunta, pues la
joven era lo suficientemente metódica como para no obviar detalle
alguno. El hombre miró sus notas, y le dijo a la joven que
necesitaba hipnotizarla, por lo que debía acudir a la semana
siguiente con un acompañante de su confianza como testigo del
proceso, y para darle tranquilidad y seguridad a ella. La joven salió
extrañada de la consulta, y de inmediato contactó a su mejor amiga
para pedirle que la acompañara; en menos de tres minutos ya estaban
de acuerdo en donde juntarse a la semana siguiente.
La
joven llegó a la consulta junto con su amiga. El psicólogo las hizo
sentarse y les dio una extensa explicación de lo que pasaría, el
rol de la acompañante, y la necesidad de contar con la confianza
absoluta de la paciente. Al terminar el profesional hizo que ambas
mujeres firmaran una carta de consentimiento, luego de lo cual las
hizo pasar a una oficina más pequeña con un diván y un par de
sillas, y sin adornos en sus paredes. El profesional empezó a
relajar a la mujer con una serie de instrucciones, hasta que de
pronto la joven perdió el conocimiento. De pronto la voz del
psicólogo le dio la orden de despertar.
La
muchacha miraba el entorno. El psicólogo estaba sentado casi al lado
de ella, apagando una grabadora; tras él estaba su amiga con cara de
estupor, y de no creer lo que había pasado. El psicólogo le pidió
a la muchacha que le pasara el pendrive que le había pedido que
trajera, y en menos de dos minutos había copiado el archivo de
audio, dándole instrucciones para que lo escuchara con calma en su
casa, y que si luego de ello necesitaba algo, que lo llamara. Ambas
mujeres salieron de la oficina: su amiga apuró una despedida, hizo
parar un taxi y desapareció del lugar, dejando sola y confundida a
la muchacha, quien esperó el bus para ir a su casa.
Una
hora y media después, luego de haber comido algo y de intentar
llamar a su amiga sin resultados, puso el pendrive en su notebook y
reprodujo el archivo. La joven intentaba entender lo que estaba
escuchando, y lograba entender plenamente la actitud de su amiga. En
el audio se escuchaba al psicólogo ordenándole dirigirse al inicio
del problema. En ese momento su voz aletargada describía una especie
de plantación, en la cual ella, que en ese instante era hombre, era
el dueño del lugar. Su plantación era trabajada por media docena de
esclavos negros a quienes él maltrataba regular y cruelmente. La voz
del psicólogo le preguntó qué tenía que ver eso con su estrés:
su voz aletargada respondió que en esa encarnación su familia
actual eran sus esclavos, y en el presente no estaban más que
cobrando la deuda adquirida en ese entonces por ella con ellos.