El
francotirador yacía tirado en el agua del pantano. Su boca y su
nariz sobresalían por encima lo que le permitía respirar e
intercambiar información con su observador, quien estaba a un par de
metros a su lado calculando distancias y eligiendo el mejor momento
para acabar con los objetivos. Ambos eran uno solo en ese instante, y
ninguno sería capaz de salir con vida del lugar sin la ayuda del
otro.
El
equipo estaba cazando al francotirador del ejército contrario, quien
ya había dado cuenta de cerca de treinta compañeros suyos, lo cual
los tenía frustrados dada la capacidad de fuego del rival. Luego de
un par de días de persecución, y de acabar con al menos cinco
soldados rivales, por fin habían logrado acorralarlo en una vieja
choza algo destartalada a menos de mil metros de distancia. El resto
de la compañía se había alejado, para dejar a la pareja hacer lo
suyo y terminar con el enemigo.
El
observador no era amigo del tirador, pero ambos trabajaban casi
perfectamente. En un par de oportunidades el observador había
intentado ver por la mirilla del arma, pero cada vez el tirador se la
había quitado, diciéndole que esa mirilla era sólo para él y que
nadie era capaz de usarla. El tirador era celoso de su arma, pero su
mirilla era intocable. El observador había entendido eso, y no había
vuelto a insistir en el asunto.
Los
hombres avanzaban lentamente a través del pantano. De pronto el
silbido de una bala se dejó escuchar, y la cabeza del tirador se
volteó bruscamente hacia atrás mientras trozos de cráneo y de
cerebro volaban por todos lados. El observador estaba consternado:
sin embargo había alcanzado a ver el fogonazo del arma del rival y
creía ser capaz de acabar con él. Cuidadosamente se desplazó hacia
donde yacía el cadáver del tirador; sin mediar sentimientos le
quitó el arma de las manos, la colocó en posición y colocó su ojo
derecho en la mirilla. En ese instante descubrió que los lentes de
la mira telescópica estaban pintados de negro. El soldado
desconcertado recordó que en una ocasión su compañero le dijo que
su mente volaba con cada bala que disparaba, y que de ese modo era
capaz de acertar sus blancos. Sin otra alternativa el observador
apuntó el cañón hacia donde había visto el fogonazo, cerró los
ojos y haló del gatillo. En ese momento sus ojos parecieron
transformarse en la punta de la bala que volaba lentamente a través
del aire en busca de su objetivo. De pronto vio a lo lejos la cabeza
del tirador rival y guio la bala con su mente hacia el objetivo. Tres
segundos luego de disparar el observador se agitó cuando sus ojos
entraron al cerebro del tirador rival y lo destrozaron en mil
pedazos. Un minuto más tarde un dron de reconocimiento confirmaba la
muerte del tirador enemigo. El operador debió destacar que no
entendía cómo la bala había volado haciendo una trayectoria de
arco lateral para alcanzar la cabeza de la víctima. El observador le
explicó a sus superiores que el viento se había encargado de
modificar la trayectoria del proyectil.