El
hombre escuchaba cansado la llamada telefónica. Hacía media hora
que la mujer hablaba al otro lado de la línea sin parar,
ofreciéndole decenas de productos bancarios que el hombre ni
siquiera sabía que podían existir. La mujer parecía no cansarse de
hablar, y el hombre ya estaba cansado de escuchar. El hombre era
bastante paciente, pero esa llamada ya estaba por sacarlo de sus
cabales.
Una
hora más tarde la mujer seguía hablando. El hombre no era capaz de
entender la capacidad de la mujer de hablar sin cansarse, y la
cantidad de productos que podía tener en su cartera de negocios ese
banco. De pronto el hombre se cansó de escuchar, y simplemente
cortó la llamada. Sus oídos por fin podían volver a escuchar el
silencio de su oficina, interrumpido ocasionalmente por alguna risa o
un cuchicheo. El hombre amaba el silencio, y esa era su situación
ideal. De improviso y de la nada un enorme estruendo se dejó
escuchar, haciéndolo perder el conocimiento.
El
hombre despertó dos horas después en la camilla de un servicio de
urgencias. Una paramédico le escribió que había una fuga de gas en
el edificio donde trabajaba, que ello produjo una explosión, y que
él había sido el más perjudicado pues su escritorio daba justo a
la ventana donde se había provocado el accidente. De pronto el
hombre se dio cuenta que había quedado sordo, que la gente hablaba a
su alrededor y que él no lograba escuchar nada. Algunos minutos
después apareció un médico que le escribió que la explosión le
había roto ambos tímpanos y le había dañado los nervios de ambos
oídos, por lo que no volvería a escuchar nunca más en su vida y
además tendría mareos permanentes. El hombre que amaba el silencio
ahora sentía el dolor de la ausencia de ruido.
El
hombre llegó a su casa esa noche. Entró al lugar afirmándose por
la intensidad de los mareos y sin poder escuchar nada; de hecho el
hombre no sabía cómo sería su vida de ahí en más. De pronto el
hombre sintió su bolsillo vibrar; al revisar la pantalla de su
celular descubrió que era el número de la mujer que lo había
llamado esa mañana. El hombre aceptó la llamada y se colocó el
auricular al oído; enorme fue su sorpresa al poder escuchar la voz
de la mujer hablándole de los productos del banco. El hombre no
entendía cómo no era capaz de escuchar nada, salvo la voz de esa
mujer a través del celular. El hombre no se cuestionó más, se
colocó el pijama, se acostó, y se dispuso a escuchar la ahora dulce
voz de la mujer que le ofrecía productos inexistentes de un banco
cuya sede estaba en su mente.