La
muchacha caminaba nerviosa camino a casa a esa hora de la noche. Pese
a saber defenderse, siempre andar por la calle a esas alturas de la
madrugada la ponía ansiosa, pese a que todos sus vecinos le decían
que era imposible que algo le sucediera. Sin embargo sus temores
naturales la hacían estar más atenta del entorno que cualquiera, y
a cada paso notaba todo lo que sucedía a su alrededor.
La
muchacha intentaba caminar en silencio, para que nadie notara su
presencia. Las sombras eran sus compañeras de marcha y los postes de
luz los mudos testigos de su trayecto. De pronto la muchacha sintió
pasos tras de sí: alguien le había empezado a seguir. Tratando de
no demostrar temor, la muchacha siguió caminando a la misma
velocidad, pero tratando de ver a su perseguidor para alcanzar a
reaccionar a tiempo si éste intentaba acercarse o hacerle algo.
La
muchacha estaba a tres cuadras de su destino. Su perseguidor mantenía
la distancia entre ambos, y ello no le permitía verlo adecuadamente:
en esos momentos no era más que otra sombra de la noche. La muchacha
había pensado en ocultarse para poder ver a quien la seguía, pero
ello probablemente la delataría, y la pondría en un eventual riesgo
mayor.
A
una cuadra de su destino, la muchacha se dio cuenta que su
perseguidor había apurado el paso. La joven de inmediato hizo lo
mismo, ahora decidida a perder a su perseguidor. Sin embargo los
pasos de quien la seguía eran más largos que los suyos, y casi
parecía saber dónde residía la muchacha. Cuando faltaban dos
metros para llegar a la reja, el perseguidor se cruzó frente a ella.
La
muchacha tenía una mezcla de rabia y vergüenza. Quien la perseguía
no era otro que su vecino, quien azuzado por el resto de quienes
habitaban el lugar la había seguido para hacerle entender que nada
le podía pasar. La muchacha aún no entendía que estando muerta
nadie vivo le podría causar daño, y sus compañeros en el
cementerio estaban por fin logrando que la muchacha entendiera su
nueva realidad.