El
hombre miraba con odio a toda la gente que pasaba cerca de él. Esa
mañana se había despertado irritado sin causa aparente, y sentía
que necesitaba descargar su ira de alguna manera; sin embargo
entendía que nadie era culpable de su incomprensible enojo, y que
debería tratar de calmarse para no meterse en dificultades. El
hombre caminaba por la calle tratando de evitar el contacto con
cualquiera que lo pudiera irritar, pero esa mañana parecía estar
preparada para hacerlo reventar, pues al menos seis personas le
habían estrellado el hombro mientras caminaban, sin siquiera hacer
el intento de disculparse.
El
hombre se detuvo en una esquina con el semáforo en rojo y se puso a
esperar el cambio de luz para cruzar la calle. De pronto sintió que
alguien tiraba de su pantalón: al mirar se dio cuenta que una
pequeña de no más de cuatro años lo tironeaba con todas sus
fuerzas, sin que pareciera ir acompañada de algún adulto. El hombre
miró a toda la gente que estaba parada en la esquina y nadie parecía
reconocer a la pequeña: de pronto la luz cambió, toda la gente
parada en la esquina cruzó la calle, y el hombre fue arrastrado por
la masa hasta la acera del frente. Al llegar a la otra esquina, la
pequeña seguía tirando de su pantalón.
El
hombre quiso desentenderse de la pequeña, con suavidad tomó sus
manos y las separó de su pantalón, para luego empezar a caminar a
gran velocidad alejándose de la niña, a quien veía achicarse cada
vez más mientras avanzaba raudo por la calle. Al llegar a la
siguiente esquina nuevamente había un semáforo en rojo; al
detenerse, sintió nuevamente el tirón en su pantalón. Al bajar la
mirada descubrió a la pequeña tomada de sus ropas.
El
hombre caminaba por la calle ya sin enojo; había descubierto la
causa de su despertar irritado, y también la solución de dicha
rabia. Esa mañana se cumplía otro aniversario de la muerte de su
pequeña hija, quien veinte años atrás se había soltado de su
mano, había cruzado corriendo la calle siendo atropellada por un bus
que cobró si vida en el instante. El hombre comprendía que el
recuerdo de su hija lo acompañaba esa mañana para hacerle entender
que nada había sido su culpa, sino un simple accidente. Lo que el
hombre no sabía era que el alma de su hija lo acompañaba esa mañana
pues había llegado la hora de su partida, y por fin podría cobrar
venganza por su prematura muerte causada por la irresponsabilidad de
su padre. El hombre miró el rostro de su pequeña hija y descubrió
en ella una expresión de odio; el hombre se desentendió de todo y
cruzó la calle sin ver el semáforo en rojo y el camión blindado
que pasaba a toda velocidad en ese momento por la concurrida avenida.
Tres segundos después, una sonrisa llenaba el rostro del alma de su
hija.