El
anciano regaba el antejardín con toda calma esa tarde de domingo.
Junto a él jugaban sus nietos, quienes corrían a su alrededor
esquivando el chorro de agua, que el anciano manejaba hábilmente
para evitar mojar a los pequeños. En la puerta de la casa estaba
echado su viejo perro, fiel compañero de sus últimos años de vida.
Dentro de la casa, sus hijos y sus parejas compartían una agradable
tarde de conversación, en espera de la hora de almuerzo.
En
un vehículo sin patente tres personas observaban la escena en
silencio. El conductor estaba pendiente del tráfico por si había
que hacer alguna maniobra intempestiva, mientras los tres ocupantes
miraban el antejardín del anciano y sacaban fotografías con sus
teléfonos celulares. Uno de los hombres, el de mayor edad, se fijaba
principalmente en los nietos del hombre, vigilaba sus movimientos y
se preocupaba de cada detalle. Los otros dos estaban atentos a los
movimientos del anciano. Ninguno se fijaba en el perro.
De
pronto la puerta de la casa se abrió, y una mujer llamó a los niños
y al anciano a almorzar; los niños corrieron raudos al interior de
la casa, mientras el anciano se dirigía a la llave de agua donde
estaba conectada la manguera para cerrarla y luego entrar. En ese
instante los tres hombres bajaron corriendo del vehículo, abrieron
la reja del antejardín y tomaron por los brazos al anciano. La mujer
en la puerta se puso a gritar, llamando la atención de todos al
interior de la casa. Los hijos del anciano salieron corriendo. El
perro seguía incólume.
Un
forcejeo se produjo entre los tres hombres y los hijos del anciano.
Los tres hombres tenían más fuerza en conjunto que los hijos, por
lo que sacaron al anciano por la fuerza del antejardín y lo subieron
al vehículo, poniéndole una capucha negra sobre la cabeza antes de
iniciar la huida. Los hijos del hombre quedaron consternados. El
perro se puso de pie y se asomó a la reja.
El
vehículo corría por la calle a toda velocidad. De pronto el chofer
frenó bruscamente, antes que el hombre mayor le tratara de decir que
no se detuviera ante nada. Frente al vehículo había una entidad
enorme sin forma, pero cuya presencia aterrorizó de tal manera al
conductor, que le produjo una falla cardíaca que le provocó la
muerte en forma instantánea. El anciano sacó una cruz de madera y
una botella de agua bendita, pero ya era demasiado tarde: la entidad
absorbió al vehículo con todos sus ocupantes, para luego dejar
salir al anciano. El demonio había ganado una nueva batalla,
consumiendo el alma de tres exorcistas y liberando al anciano que
tres siglos atrás había hecho pacto con él. Mientras tanto el
perro, fiel amigo del anciano y contenedor del alma del demonio,
volvía a echarse a la puerta de la casa.