La
vieja mujer miraba el cielo por la ventana de su oficina mientras
revisaba los correos electrónicos enviados por los clientes de la
empresa para la que trabajaba. Viuda, con un hijo adulto que también
estaba casado y le había dado un par de nietos, había postergado su
jubilación ya por varios años pues no sentía que valiera la pena
terminar sus días en su viejo departamento o peor aún, en algún
hogar de ancianos. Así se mantenía activa física e
intelectualmente y no le daba pie a su mente para empezar a vivir de
recuerdos de un pasado que no le molestaba pero que tampoco le
interesaba revivir a cada rato.
Esa
mañana la mujer se había encontrado con una incómoda sorpresa al
llegar a su trabajo. En su escritorio había un ramo de rosas con una
tarjeta con su nombre pero sin identificación. Sus compañeras de in
mediato empezaron a elucubrar quién era el admirador secreto de la
mujer, quien sin pensarlo mucho botó el ramo a la basura para
empezar a trabajar lo antes posible. A la hora de almuerzo un hombre
añoso que no era de su trabajo pero que por algún extraño motivo
le parecía cara conocida le pidió permiso para sentarse en su mesa
y almorzar con ella. La mujer lo rechazó y siguió almorzando sola.
A
partir de ese día todos los días el hombre aparecía a la hora de
almuerzo a pedirle permiso para comer con ella. Al tercer día la
mujer se dio por vencida y aceptó que el hombre almorzara a su lado.
La mujer se dio cuenta que el anciano parecía estar interesado
seriamente en ella, por lo que decidió darle una pequeña
oportunidad. Así, la mujer empezó a almorzar todos los días con el
desconocido admirador que parecía haber aparecido de la nada.
Dos
semanas después, al llegar a su casa estaba su hijo con cara de
tristeza esperándola en la puerta de su casa, acompañada de tres
hombres más. La mujer había pensado invitar ese fin de semana a su
hijo para que conociera a su admirador. La mujer invitó a pasar a su
hijo y a sus acompañantes: la noticia que el joven le traía era
casi incomprensible. Sus compañeras de trabajo lo habían contactado
para contarle que hacía ya dos semanas había botado un puñado de
lápices a la basura de la nada, y que había empezado a almorzar
sola, y a hablarle a la silla vacía al lado de la suya. El joven
había consultado a un siquiatra quien le sugirió internarla. La
mujer miraba sorprendida la situación: al fondo del living estaba el
admirador de la mujer en silencio, mientras el hijo ayudaba a la
mujer a hacer un bolso para llevarla a internar. La mujer aún no era
capaz de reconocer al anciano, quien no era otro que su marido
muerto, quien había aparecido para acompañar a su esposa en el
último tramo de su vida, para hacer más llevadero el paso al más
allá.