El
ebrio estaba sentado en su piso de siempre en la barra del bar
escuchando un bolero acerca de penas de amor, mientras bebía su
cuarto vaso de vino tinto de la noche. El negocio estaba ubicado en
una calle mal iluminada, pero todos sus comensales sabían cómo
llegar y preferían el lugar por diferentes motivos: cualquier excusa
para beber es buena decían todos, y de hecho sobre la barra había
un letrero con dicha frase. El hombre en su estado alterado de
conciencia pensaba en sus viejos amores del pasado, y seguía
pidiendo más vino a la muchacha que atendía la barra. Las penas de
amor generan sed en la noche, y el dueño del bar lo sabía.
Una
mujer estaba sentada en una pequeña mesa cerca de la puerta del
baño, bebiendo un trago de colores, con frutas y una pequeña
sombrilla de adorno. La mujer pensaba en todos los pendientes de su
trabajo, y que no sabría si podría terminar en algún momento. De
fondo se escuchaba una orquesta tocando un tema clásico de los años
cincuenta.
Un
muchacho estaba sentado en la escalera que daba al segundo piso con
un shop de medio litro. Su cerebro divagaba gracias a las drogas
respecto de un futuro incierto y alocado, que no sabía si quería o
no. En los parlantes sonaba música sicodélica de los años sesenta.
Un
hombre de terno y zapatos brillantes estaba en una mesa alta sin
asiento, bebiendo de pie un whisky de doce años. Sus acciones habían
estado en baja lo que lo tenía algo angustiado, pero sabía que a
esa hora la bolsa estaba cerrada, por lo que nada cambiaría sino
hasta el siguiente día hábil. En sus oídos resonaba un tema de
Frank Sinatra.
Un
hombre canoso de mediana edad de chaqueta de cuero bebía un
combinado afirmado en la barra, de pie. De vez en cuando hablaba con
la muchacha de la barra, tratando de no interrumpirla en sus
quehaceres. El hombre había dejado la motocicleta en la casa para
beber tranquilo y olvidar aquello que ya no recordaba; en esos
instantes su mente estaba concentrada en el rock setentero que
inundaba el aire.
El
dueño del bar miraba satisfecho la asistencia de esa noche. No había
llegado nadie nuevo, pero ninguno de los de siempre había faltado.
El hombre sabía que ese negocio no daba ganancias, pero su ganancia
era ver la felicidad de las almas en pena que aún no habían
entendido que habían muerto, algunos incluso hacía ya décadas, y
que seguían yendo a ese lugar inexistente creado por su mente para
el deleite de quienes aún no encontraban el camino al más allá. Él
tampoco lo había encontrado, pero se sabía muerto y sepultado hacía
más de cincuenta años, y no sabía si quería encontrar la luz al
final del camino y dejar a sus comensales sin un lugar donde ir.