Esa
mañana sus cansados ojos no le dejaron leer el documento que tenía
ante sí. Las últimas cuatro noches las había pasado casi en vela
producto de los dolores en las piernas, por lo que el desgaste no le
permitía funcionar adecuadamente. Esos tres días había ido al
trabajo casi en piloto automático; de hecho no entendía cómo había
sido capaz de manejar en ese estado sin provocar algún accidente.
Pero particularmente esa mañana estaba literalmente destruido, sin
ganas ni fuerzas de nada, y sólo deseaba que llegara la hora de
salida para volver a su hogar y botarse en la cama, en algún sillón
o hasta en el suelo para poder descansar su adolorido cuerpo.
Media
hora más tarde apareció su jefe furioso gritando y agitando los
brazos. El documento que no había podido leer era un contrato de
licitación de varios millones de dólares, y al no poder leerlo no
le dio el visto bueno, dejando fuera la mejor oferta del proceso. Su
jefe despotricaba desaforado, mientras el hombre apenas podía
mantener los ojos abiertos. Un par de minutos más tarde varios
compañeros de trabajo flanqueaban a su jefe, en posición de evitar
que el hombre, presa de su descontrol, agrediera a su compañero. El
hombre apenas escuchaba los gritos de su jefe, mientras su mente
intentaba desconectarse para poder descansar. De pronto sucedió lo
que era esperable: el jefe despidió al hombre, quien casi de modo
automático se puso de pie y se dirigió al estacionamiento para
tomar su vehículo y volver a su casa, agradeciendo la decisión
tomada por su jefatura.
El
hombre manejaba casi automáticamente. Era tanto lo que conocía la
ruta que tenía internalizados los tiempos entre semáforos, por lo
que sin pensar frenaba en las esquinas en que el semáforo tenía que
dar la luz roja, y seguía cuando estaba en verde, pese a que casi no
veía lo que estaba haciendo. Cuarenta minutos más tarde el hombre
estacionaba su vehículo y bajaba de él, desesperado por entrar a su
casa y por fin poder descansar.
El
hombre entró al departamento casi cojeando, pues el dolor de piernas
era insoportable. Sin siquiera sacarse algo de ropa entró al
dormitorio y se dejó caer en la cama a ver si lograba descansar
algo. Los diez fantasmas que llevaba al hombro se bajaron cuando se
acostó y se posicionaron en sus piernas para seguir provocándole
dolor y no dejarlo descansar. El hombre se negaba a su condición de
médium, y las almas que lo necesitaban no estaban dispuestas a
buscar otro canalizador, pues esa era su responsabilidad ante la
eternidad.