La
muchacha jugaba con su argolla de compromiso en su dedo anular. A
veces la tranquilizaba empezar a girar la argolla en el dedo, como
queriendo ver toda la circunferencia y cerciorarse que no hubiera
nada que la manchara, y que por ende manchara su compromiso. La
muchacha vivía estresada, y desde el día que su novio apareció con
el anillo lo convirtió en una herramienta de paz y tranquilidad en
su vida, pues el saber que tenía un nexo que en su momento la uniría
hasta la muerte con su pareja le daba el remanso que necesitaba para
su futuro, y una suerte de certeza de no terminar sus días en
soledad. De pronto mientras giraba la argolla, vio en ella una
mancha.
La
muchacha intentaba calmarse: una mancha en su argolla no tenía
necesariamente que significar una mancha en su relación. La muchacha
miraba la mancha e intentaba no darle importancia; sin embargo su
cerebro empezó de inmediato a darse vueltas dentro de la posibilidad
que dicha mancha pudiera ser un presagio que obnubilara su futuro. La
joven mujer se sacó la argolla para revisarla y ver si tenía sólo
esa mancha o si había alguna otra: con estupor se dio cuenta al
revisar la joya con cuidado que la mancha estaba mucho más extendida
que lo que había visto en un principio.
La
muchacha estaba totalmente agitada, su respiración era irregular, y
sentía en su pecho que el corazón estaba por explotar en cualquier
momento. No cabía duda, esa extensa mancha era más que un presagio,
de hecho era una certeza que su futuro ya no era tan estable como
ella pensaba hasta ese instante. La mujer empezó a descontrolarse, y
pensó que la mejor decisión era llamar a su novio para contarle lo
sucedido y ver entre ambos qué era lo que estaba pasando y encontrar
la mejor solución para ambos en esas circunstancias. La muchacha
tomó su teléfono móvil y marcó el número del celular de su
novio: cuatro segundos más tarde, un tono de llamada sonó detrás
de ella.
La
muchacha miraba concentrada la mancha de sangre en su argolla. Ya
había llamado a la policía, que probablemente llegaría en no más
de quince minutos. A sus pies yacía el cadáver degollado de su
novio, y el cuchillo estaba aún botado en el suelo. Sus manos
estaban cubiertas de sangre, la cual había manchado naturalmente su
argolla; en su mente sabía que terminaría en la cárcel, mas su
alma entendía que ahora sí nadie podría quitarle al amor de su
vida.