La
muchacha miraba el techo tirada en su cama. A su lado dormía su fiel
perro salchicha, compañero de andanzas y confidente silencioso,
quien pese a ser bastante ansioso, disfrutaba de descansar cuando
pudiera al lado de su ama y amiga. Ambos eran compañeros desde que
la muchacha tenía cuatro años, y ahora con quince ella y once él,
constituían una mancuerna casi inseparable, donde cada cual sabía a
su modo lo que le pasaba al otro sin necesidad de palabras o
ladridos. El amor entre ellos era sincero e incondicional.
Esa
tarde ambos habían salido a caminar por el barrio por cerca de dos
horas, con una larga detención en una plaza donde el perro había
aprovechado de jugar, correr, saltar y oler a otros perros, luego de
lo cual habían vuelto a casa cansados; el descanso a esa hora, más
que necesario era imprescindible. De pronto y de la nada se unió al
descanso un tercer actor: un gato enorme, más largo, alto y obeso
que el perro, con cara de enojado, que se subió a la cama para ser
acariciado y luego echarse a dormitar entre el perro y la muchacha.
El gato tenía un año más que el perro, y ya estaba acostumbrado a
su ansiedad y a la humana, por lo que simplemente los dejaba ser en
la medida que lo alimentaran y lo consintieran. El trío era casi
perfecto, y todos en la casa lo sabían.
La
muchacha empezó a cabecear. De improviso el gato levantó la cabeza,
se puso de pie y se echó a medio metro de la cama; dos segundos más
tarde el perro empezó a ladrar hacia donde estaba echado el gato,
pero mirando por encima de él. La muchacha se enderezó y al no ver
nada intentó calmar al perro en vano: el animal ladraba cada vez más
fuerte, mientras el gato permanecía echado en el lugar. En ese
instante la muchacha sintió la necesidad de salir de la habitación.
Al salir cerró la puerta y dejó a ambos animales dentro del lugar.
El
perro le ladraba furioso a la entidad que estaba en la habitación,
cuya ubicación estaba marcada por la ubicación del gato. Ambos
animales luchaban a su modo contra la entidad, uno marcando la
posición e intentando absorber la energía negativa del ser; el otro
haciendo ruido para tratar de espantarlo. Media hora más tarde el
gato volvió a la cama y el perro dejó de ladrar; en ese momento la
muchacha volvió al dormitorio.
La
muchacha, el perro y el gato descansaban en silencio en la cama. Los
guardianes de la bruja en ciernes seguían cumpliendo su función,
pues sabían que de la seguridad de la muchacha dependían muchas
cosas importantes en un futuro aún no escrito pero si esbozado en la
eternidad: mientras ellos estuvieran ahí, ningún demonio se
aprovecharía de los poderes de la joven humana.