La
anciana caminaba lentamente por la calle con su carrito de compras
con el que salía siempre, tanto para llevar sus cosas como para
usarlo de bastón camuflado, pues no le gustaba andar con un palo en
la mano demostrando su incapacidad para deambular libremente. A su
lado caminaba un anciano de su misma edad, que la miraba
persistentemente y se preocupaba de cada paso que daba la mujer. La
pareja se movía a baja velocidad, pero tratando de no interrumpir la
marcha del resto de la gente, por lo que avanzaban apegados a la
línea de edificación de la calle dejando el resto de la vereda
libre.
La
anciana seguía su marcha flanqueada por el anciano, quien caminaba
por fuera de ella, por si alguien muy apurado pasaba rápido al lado
de ella para recibir él el eventual empellón. La anciana se sentía
segura caminando al lado del anciano, a quien conocía desde que
tenía uso de razón. El hombre no era su pareja sino su mejor amigo,
del cual nunca se había separado, ni siquiera cuando había estado
casada: su amistad traspasaba cualquier relación en cualquier
tiempo, y ella sabía que el anciano estaría por siempre para y por
ella.
El
anciano no dejaba de mirar a su amiga, fijándose en cada paso que
daba y en cada cosa que hacía. El hombre parecía depender de lo que
la mujer hacía o dejaba de hacer; por su parte la anciana se dejaba
proteger y cuidar por su amigo, quien toda su vida se había
preocupado por ella. La mujer caminaba feliz por la calle pese al
cansancio propio de los años; de pronto un incontenible dolor al
centro del pecho hizo que perdiera el equilibrio y cayera al suelo,
atemorizada.
La
mujer estaba rodeada de transeúntes que intentaban ayudarla; uno de
ellos era paramédico, y se dio cuenta que la mujer estaba sufriendo
un infarto cardíaco. El anciano la miraba un par de pasos detrás de
los transeúntes, sin saber qué pasaría con él si algo le pasaba a
su amiga. Mal que mal, un amigo imaginario depende de la mente de su
creador, y si ella deja de funcionar, él dejaría de existir al
instante.