La
muchacha esperaba pacientemente en la sala de espera de la consulta a
ser llamada por el médico: La joven mujer llevaba diez días con la
pierna derecha inflamada y adolorida; luego de usar las cataplasmas
indicadas por su abuelita, los tranquilizantes indicados por su
madre, la crema indicada por el almacenero de la esquina y las
pastillas indicadas por el dependiente de la farmacia sin obtener
respuesta, decidió buscar ayuda profesional. La consulta estaba
ubicada en un antiguo hospital de la ciudad que contaba con ciento
diez años de historia, y cuya última modernización databa de menos
de diez años; los espacios eran bastante funcionales y cómodos,
pero mantenían la arquitectura original mejorada.
La
sala de espera estaba llena a esa hora, por lo que todos los asientos
estaban ocupados; sin embargo los médicos parecían atender bastante
rápido, por lo que la circulación de pacientes también seguía
dicho ritmo. Al llegar al lugar y luego de pasar por admisión, la
muchacha encontró una silla libre entre una mujer añosa de pelo
desordenado y un hombre al que parecía faltarle piel en el cuerpo;
ambos se veían demasiado pálidos y no parecían estar atentos a lo
que sucedía en el lugar. Diez minutos más tarde ambas personas
habían dejado sus puestos, y ahora en ellos había una niña pequeña
vestida con un trajecito corto con muchos vuelos, cuyos colores se
veían envejecidos. Pese a que la niña se escuchaba feliz, su rostro
mostraba una tristeza enorme y sus ojos se veían como de una mujer
extremadamente añosa. Media hora más tarde la niña había
desaparecido, y su lugar lo ocupaba un hombre vestido como un
caballero de principios de siglo quien, además de pálido, no tenía
ojos.
La
muchacha seguía sentada en la sala de espera con los audífonos
puestos escuchando música, y viendo pasar al resto de los pacientes.
Una mujer se paseaba con una barra con una bolsa de suero colgando
conectada a su brazo, el cual se veía completamente negro. Cada
cierto tiempo pasaba una procesión de gente acompañando una
camilla, cuyos acompañantes se veían peor que el cuerpo en la
camilla incluido el sacerdote, a quien no se le veía la cabeza.
La
muchacha seguía escuchando música. De pronto escuchó su nombre
desde una oficina, donde un médico añoso pero con señales de estar
vivo la llamaba a viva voz. La joven médium se puso de pie, bloqueó
sus sentidos extrasensoriales, y se dirigió a la consulta entre las
siete personas vivas que ocupaban la sala de espera.