El
hombre intentaba hilar un par de frases coherentes en el informe que
le había solicitado su jefe aquella mañana. El funcionario llevaba
más de diez años haciendo ese trabajo, y ya estaba acostumbrado a
hacer informes a la rápida para su jefatura. Sin embargo esa mañana
las ideas parecían huir de su cerebro hacia el infinito, manteniendo
la página del editor de texto en blanco por más tiempo de lo que el
hombre podía soportar. La ansiedad empezaba a hacer mella en su
ánimo, y su secreto empezaba a pujar por darse a conocer en su lugar
de trabajo.
Dos
horas más tarde el hombre estaba desesperado, pues no lograba
escribir nada lógico respecto de lo solicitado por su jefatura. La
pantalla del computador seguía en blanco, y su mente estaba cada vez
más descontrolada En ese instante su jefe entró en su oficina: sin
ninguna actitud prepotente ni agresiva saludó al hombre y le
preguntó en qué pie iba el informe solicitado. El hombre miró a su
jefe y sin mediar provocación tomó el abrecartas metálico que
tenía en el escritorio y lo clavó en el cuello de su empleador,
provocándole un violento sangrado que acabó con su vida en pocos
segundos.
Un
minuto más tarde apareció una de las secretarias, que al ver el
cuerpo inerte de su jefe intentó gritar de espanto; sin embargo, una
herida similar a la del cadáver ahogó su grito y su vida. El hombre
miraba cómo su alfombra cubrepisos se oscurecía con la sangre que
manaba abundantemente de los cuellos de sus víctimas.
Quince
minutos más tarde dos ejecutivos se acercaron a la oficina al no ver
aparecer al jefe por todo ese tiempo. Al entrar, el hombre golpeó en
la sien a uno de ellos con un pesado cenicero metálico, y al otro lo
golpeó en la nuca; una vez estuvieron los dos en el piso, los
acometió con el abrecartas en el cuello a ambos. La señora del aseo
alcanzó a ver lo que sucedía, y en vez de gritar llamó de
inmediato a seguridad del edificio, quienes subieron y luego de un
breve forcejeo lograron controlar al hombre, que gritaba como
enajenado.
El
hombre había por fin terminado de escribir el informe. Como era su
costumbre, acostumbraba imaginar una situación de homicidios
múltiples para estimular su cerebro a terminar el trabajo a tiempo.
Al entrar su jefe a su oficina para preguntarle el estado del texto,
el hombre miró la pantalla y acarició en silencio el mango del
abrecartas.