Nueve
de la mañana. Nuevamente ese día no había ido a trabajar; la mujer
ya sabía que la despedirían por las ausencias repetidas sin
justificación médica, pero ya estaba aburrida de pedir horas
médicas para mentir y conseguir licencias para justificar su
adicción. La noche anterior había empezado a beber cerca de las
once de la noche, y había amanecido bebiendo; de hecho ya estaba
abriendo su quinta botella de a litro de cerveza, a sabiendas que no
le duraría más allá de las once de la mañana, lo que la obligaría
a vestirse para ir comprar más cervezas para seguir bebiendo hasta
que su cuerpo dijera basta, cosa que en general sucedía a la novena
botella.
La
mujer venía de una familia de bebedores. Había crecido viendo a sus
padres permanentemente ebrios, y ellos le empezaron a dar alcohol a
los seis años, por lo que su vida había girado en torno a la bebida
desde que tenía uso de razón. Para ella era normal estar ebria, y
cuando no lo estaba su cerebro la presionaba para empezar a beber lo
antes posible. A las once de la mañana terminó su última botella
de cerveza, por lo que tomó su billetera y salió de casa a comprar
más botellas. La mujer no entendía por qué los transeúntes la
miraban tanto en su trayecto: cuando se dio cuenta que andaba vestida
sólo con sostén y calzón ya estaba llegando a la botillería, por
lo que simplemente entró a comprar tal como iba sin preocuparse
mayormente.
De
vuelta a su casa llevaba una bolsa con siete botellas de a litro de
cerveza. En el camino se cruzó con un barrendero, un pordiosero y un
policía que la manosearon a vista y paciencia de todos; la mujer no
reaccionó, pues sabía que era su delirio secundario al consumo. Al
llegar a la esquina de su casa se encontró de frente con un enorme
perro de color verde, que también era parte de su delirio. La mujer
se agachó a acariciar al perro y siguió su marcha.
Cuando
estaba a un par de metros de su casa se detuvo un vehículo y se bajó
un hombre quien la tomó por la cintura para secuestrarla. La mujer
no reaccionó, pues creía que era otra parte más de su delirio:
cuando escuchó los gritos de una añosa mujer, se dio cuenta que de
verdad la estaban secuestrando. En ese instante el secuestrado dio un
grito desgarrador de dolor, soltando a la mujer. Al caer al suelo,
vio cómo el perro verde estaba mordiendo salvajemente al
secuestrador, quien a duras penas logró subir al vehículo y huir
con su compañero. La mujer no podía entender cómo el perro de su
delirio la había defendido de un peligro de la vida real. Mientras
veía al vehículo huir y al perro desvanecerse en el aire, a los
transeúntes acercarse a ella para ayudarla a ponerse de pie y
revisar que nada le hubiera sucedido, pudo tranquilizarse: con todo
el embrollo no se le había quebrado ninguna botella.