El
frío calaba hondo esa madrugada en la calle. A las cinco de la
mañana el hombre arrastraba un pesado carretón lleno de cajas de
fruta entre dos locales para mantener abastecida la sucursal de la
distribuidora mayorista de frutas, y así permitir que la cadena de
negocios de la ciudad siguiera funcionando normalmente. El hombre no
entendía de teoría económica, pero sabía que si ese carretón no
llegaba a destino ni a tiempo, mucha gente no tendría fruta ese día
y ello repercutiría en algo en la calidad de vida de dichos
compradores.
El
hombre llevaba demasiados años trabajando de cargador en el mercado.
Sus canas eran en parte por el desgaste propio de un trabajo pesado
que apenas le dejaba tiempo para comer y dormir; sin embargo dicho
trabajo le había permitido darle educación a sus hijos, lo que lo
llenaba de orgullo y lo hacía sentirse en paz consigo mismo. De
hecho en esta etapa de su vida, su esfuerzo estaba ayudando a educar
a sus nietos, uno de los cuales había entrado a la universidad, cosa
que lo enorgullecía más aún. Su vida era sacrificada pero plena, y
ese era el motor para seguir adelante pese al cansancio de la edad.
Esa
mañana el hombre iba al trote con su carretón. De pronto escuchó
en uno de los locales en su trayecto gritos, cosas que caían al
suelo, y una fuerte explosión que reconoció de inmediato: alguien
había disparado un arma de fuego. El hombre detuvo su carrera y de
inmediato se dirigió al lugar a ayudar como ya tantas veces lo había
hecho. Al llegar al local vio a un hombre añoso botado en el suelo
sujetando su abdomen, y a un hombre joven con un arma en su mano, la
que aún humeaba. Su corazón casi se paralizó al darse cuenta que
el asaltante no era otro que su nieto que decía estar en la
universidad.
El
muchacho miró con odio a su abuelo, como si por su culpa él
estuviera delinquiendo. El nieto apuntó la pistola a la frente de su
abuelo, y sin quitarle la vista de encima, apretó el gatillo. En ese
momento el anciano lo miró con pena: la bala no se percutó, y el
joven pudo conocer el secreto de su abuelo. La vieja alma que residía
en el cansado cuerpo era de una casta de guerreros que por siglos
había dado batalla contra las huestes del mal. Su poder era
ilimitado, y por ello es que cada vez que veía algún intento de
asalto intervenía, acabando con la vida del delincuente. Sin embargo
en dicha ocasión la vieja alma dejó que los sentimientos del
anciano primaran, y se contentó con lo mínimo: luego de no poder
percutar el proyectil, el arma estalló en la mano del muchacho,
destruyéndola casi por completo. Así, el alma del guerrero cumplió
con su ancestral objetivo, y la encarnación actual pudo mantener
vivo a su nieto para que pagara con cárcel todos sus delitos y
recordara con su mano por siempre el precio que se paga por estar del
lado del mal.