Quince
peleas ganadas, cero empatadas, cero perdidas, ocho nocauts. Así
había quedado su record una vez terminada la velada de boxeo
profesional de ese sábado por la noche. Su promotor y su entrenador
estaban esperanzados por las cualidades del boxeador, en quien veían
un buen prospecto para iniciar una carrera en las ligas mayores. A su
haber tenía el título nacional, dos títulos regionales de empresas
de segunda categoría y un buen ranking en una organización de
renombre mundial, por lo que había llegado el momento de empezar a
gestionar, al menos en las organizaciones menores, peleas por títulos
de mayor jerarquía para lograr ser considerado, en uno o dos años
más, por aquella organización en la que estaba bien rankeado para
aspirar a títulos mayores. Los planes de los dos hombres volaban
cada vez más alto; sin embargo, la mente del boxeador estaba en otra
parte.
El
boxeador era un hombre que venía de la pobreza, y que había usado
al boxeo para intentar sacar a su familia de ese círculo, con
resultados adecuados para sus necesidades reales. Su formación
educacional era pobre, pues ni siquiera había logrado terminar la
educación primaria; su mundo era bastante limitado, entre su casa,
el gimnasio y los estadios en que peleaba. Sim embargo el hombre se
había dado cuenta, gracias a uno de sus entrenadores, de una extraña
cualidad. El entrenador le había enseñado a imaginar las peleas
antes de pelearlas, cosa que él intentaba pero que no siempre podía
lograr. En sus dos últimas peleas lo había logrado; extrañamente,
ambas se había desarrollado exactamente tal y como las había
imaginado. El hombre lograba entender que esa capacidad le podría
servir para muchas cosas, pero su entrenador al escucharlo se rió, y
le dijo que se enfocara en mejorar su jab y su uppercut en vez de
pensar en estupideces.
Cuatro
meses después el hombre estaba siendo presentado en el ring para su
decimosexta pelea; si ganaba esa, tenía asegurado un contrato en la
organización de renombre mundial por una oportunidad para un título
regional que podía hacerlo subir en el ranking y catapultarlo a
ligas mundiales. La campana sonó; el boxeador avanzó con la guardia
baja hacia el centro del ring. Su rival vio la oportunidad y le lanzó
su mejor recto, sin embargo el puñetazo rebotó en el rostro del
boxeador quien ni se inmutó con el golpe. Su rival entonces empezó
a lanzarle una andanada de rectos, jabs y uppercuts al boxeador sin
guardia, quien parecía estar recibiendo golpes de un niño de tres
años. De pronto el boxeador sin guardia levantó su guante
izquierdo: en el acto su rival empezó a levitar sobre el ring,
mientras el boxeador lo miraba impertérrito. El boxeador bajó
bruscamente el guante, y en el acto su rival salió despedido a gran
velocidad por el techo del gimnasio. La gente miraba incrédula el
espectáculo, mientras el boxeador bajaba del ring para ir a su
vestidor a cambiarse de ropa y a empezar a pensar en qué podría
usar esa extraña capacidad que había descubierto en su mente, ahora
que su carrera en el boxeo había terminado. Mientras tanto, el rival
del boxeador aterrizaba con suavidad a dos metros del límite del
gimnasio, sin entender qué era lo que había sucedido esa velada.