Las
sombras acosaban en su oficina al añoso hombre de negocios. El
hombre estaba sentado en su sillón frente a la mesa donde tenía su
computador encendido; la pantalla mostraba un correo electrónico con
varios gráficos a color que querían mostrar la evolución del
precio de unas acciones. Sin embargo las sombras que ocupaban el
lugar lo distraían y no le permitían concentrarse en su trabajo.
El
hombre estaba pensando que todo tenía relación con su edad, que el
tiempo estaba pasando y que esas sombras podían ser síntomas
iniciales de Alzheimer o tal vez algo peor; sin embargo dos semanas
antes había sido visto por un geriatra quien luego de examinarlo y
controlarlo con exámenes lo encontró excelente para la edad, y lo
citó a control en un año más. Tal vez debería ver a un psiquiatra
o a un neurólogo; de hecho su mente supersticiosa le hizo pensar que
eventualmente debería consultar con alguna suerte de bruja, vidente
o espiritista. En ese momento entró su secretaria a la oficina, y
luego de dejar unas carpetas sobre la mesa, levantó su mano diestra
y acarició a una de las sombras.
El
hombre no lograba entender lo que había sucedido; las sombras no
estaban en su mente, pues si así hubiera sido su secretaria no
hubiera podido tocar una de ellas. Pese a ello era completamente
inverosímil entender la existencia de esas sombras en su oficina,
independiente de si alguien las podía tocar o no. El hombre no
lograba salir des extraño estado en que encontraba, mezcla de
tranquilidad al saber que su mente estaba normal, y de incertidumbre
al no entender lo que estaba sucediendo, ni por qué su secretaria
había podido tocar a una de ellas. En ese momento el hombre tomó
una decisión: si su secretaria pudo tocar a una sin que le pasara
nada, él también podía.
La
secretaria estaba en silencio trabajando en su computador; de pronto
escuchó un grito desgarrador en la oficina de su jefe. La mujer
simplemente sonrió y siguió trabajando: las entidades que la mujer
había traído desde el infierno la noche anterior habían cumplido
con su parte del trato, al dejar que ella las tocara sin hacerle
nada, para luego apoderarse del alma de su confiado jefe, que no
sabía a qué se enfrentaba. La mujer le entregó un alma a las
huestes del infierno: según dictaba el acuerdo, las entidades le
entregarían una vida de lujos y desenfreno sin necesidad de entregar
su alma al morir. Luego ella se encargaría de pagar lo que hubieran
de cobrar en su paso al más allá cuando su nueva vida llegara a su
fin.