El
oficinista miraba algo nervioso el reloj en el extremo inferior
derecho de la pantalla de su computador. Su jefe le había pedido
hacer una especie de ensayo acerca del trabajo del último año, lo
que lo tenía bastante complicado: el hombre era experto en hacer
informes contables y documentos de corte legal, pero su experiencia
como creador de textos era simplemente nula, por lo que no había
sido capaz de escribir nada coherente esa mañana. Lo peor de todo
era que el plazo de entrega expiraba esa misma tarde, lo que lo tenía
sudando frío y con el colon lleno de gases.
La
desesperación estaba empezando a adueñarse de su ánimo. El hombre
no sabía a qué recurrir para obtener ayuda; justo en ese momento
recordó a un viejo conocido del colegio al que de algún extraño
modo tenía dentro de sus contactos.Al oficinista no le caía bien
pues el tipo decía ser escritor de demonología, lo que era
abiertamente contrario a su religión, por lo que lo denostaba y
atacaba frecuentemente. Sin embargo, era la única persona que
conocía capaz de escribir textos, por lo que no le quedó otra
opción que contactarlo.
El
escritor escuchó en silencio las súplicas del oficinista, quien se
disculpó cerca de veinte veces en la llamada telefónica. El
escritor le dijo que no guardaba rencor, y que obviamente lo
ayudaría: de hecho le dijo que era capaz de hacer que él mismo
escribiera el texto que necesitaba, y que para ello sólo requería
repetir unas frases que él le diría por el teléfono. El oficinista
no podía creer la suerte que había tenido, y sin pensarlo mucho
repitió las extrañas palabras que el escritor le decía por
teléfono. Al terminar de repetir las frases el escritor le dijo que
estaba listo, y que ya podía empezar a escribir.
Dos
minutos luego de cortar la llamada el oficinista escribía febril el
ensayo. Las ideas manaban de su cabeza y su única limitante era su
velocidad para digitar. Cuando faltaban diez minutos para la hora de
término el oficinista envió el correo con su ensayo. Un minuto
antes de la hora de salida fue llamado por su jefe quien lo felicitó
por la calidad del texto, indicándole que era el mejor ensayo que
había leído en su vida, y que probablemente el directorio de la
empresa lo dejaría a cargo del área creativa a partir de ese día.
En ese momento llegó la hora del término de la jornada: en ese
instante el oficinista empezó a sentir un calor gigantesco que lo
invadía de los pies s la cabeza. Su jefe se puso bruscamente de pie
y retrocedió lo más que pudo, mientras las llamas consumían el
cuerpo del oficinista quien se retorcía de dolor mientras su cuerpo
se quemaba lentamente. Mientras tanto al otro lado de la ciudad el
escritor se regocijaba al saber que el precio del pacto con el diablo
que había hecho para lograr su capacidad de escribir ya lo había
pagado uno de sus mayores enemigos al recitar el conjuro que él le
dictó por teléfono, librándolo de entregar su alma al término de
su vida.