La
pequeña niña jugaba con el aire. Su madre la miraba con curiosidad
y algo de preocupación; si bien era cierto no le molestaba que su
hija tuviera amigos imaginarios, le incomodaba que no tuviera amigos
reales. La niña era poco amistosa, le encantaba jugar pero siempre
consigo misma; la pequeña parecía no tener interés por interactuar
con niños o niñas de su edad, y se sentía feliz interactuando con
sus amigos imaginarios.
Esa
tarde la mujer llevó a la pequeña a una plaza con juegos que
quedaba cerca de su casa. A la pequeña le encantaba el lugar
principalmente por los columpios, y porque tenía espacio suficiente
para correr libremente con el perro de la casa, un enorme pastor
alemán que hacía las veces de cuidador, caballito y hasta a veces
hijo de la pequeña: la paciencia del animal parecía no tener
límites con la pequeña. Ello también le daba algo de libertad a la
madre, sabiendo que si alguien se acercaba a su hija debería primero
confrontar la poderosa mandíbula de su perro. En esos instantes la
mujer estaba contestando una llamada telefónica de su madre, por lo
que perdió un poco la concentración respecto de su pequeña. La
niña la llamaba a viva voz para que la columpiara, mientras el perro
la miraba sin saber cómo poder ayudarla; de pronto la mujer se dio
cuenta y le avisó a su madre que le cortaría para ir a jugar con su
hija. En ese momento la madre vio algo incomprensible: en la espalda
de la niña logró notar la huella de un par de manos que impulsaban
su cuerpo para que se pudiera columpiar, en momentos en que no había
nadie alrededor de su hija.
La
mujer intentó calmarse, lentamente se acercó a la niña y se agachó
al lado de ella. La mujer le preguntó a la pequeña quién le había
impulsado, a lo que la niña contestó que había sido su amigo
imaginario, pero que ya no lo necesitaba más porque ella había
llegado. La mujer pensó un par de minutos y tuvo una idea: sacó de
la mochila de la pequeña un block con hojas en blanco y le pidió a
su hija que le dibujara a su amigo imaginario. La pequeña sonrió,
detuvo el balanceo del columpio y empezó a dibujar con toda calma.
Cinco minutos después la pasó el block a su madre: la mujer, al ver
el dibujo, tuvo que contener el grito que deseaba que saliera de su
cuerpo a todo pulmón.
La
mujer miraba consternada el dibujo. En el papel la pequeña había
dibujado una especie de demonio, con pelos, cuernos, barba en punta,
manos humanas y patas de cabra. La mujer no sabía qué hacer: justo
en ese momento una anciana baja y enjuta se acercó a ella, tomó su
mano y la llevó a un banco de la plaza, donde se sentó a su lado.
La anciana le explicó que ella era una vidente, y que lo que la niña
había dibujado no era un demonio sino una suerte de duende con la
forma del dios Pan. Luego de conversar algunos minutos con la madre
logró calmarla, para que no se preocupara de llevarla a un
psicólogo o peor aún, donde algún sacerdote. Terminada la
conversación la mujer se calmó, y se dirigió donde la niña para
averiguar más cosas acerca del duende. La intervención de la
anciana logró su objetivo: engañar a la madre para permitir que el
demonio se apoderara de su alma, lo que iría en completo beneficio
para sus necesidades como líder de la entidad demoníaca de bajo
rango bajo su mando.