El
hombre caminaba cabizbajo por la calle a media tarde. Toda la gente
parecía feliz a su alrededor, mientras su rostro evidenciaba una
amargura difícil de igualar. Parecía por su expresión facial estar
cual Atlas cargando el peso del mundo entero sobre sus hombros. La
gente al mirarlo tendía a alejarse de él, pues su expresión facial
daba miedo, como si mirarlo demasiado o acercarse a él pudiera
contagiar su sentir de ese instante. El hombre no cruzaba mirada con
nadie, su realidad se había vuelto demasiado amarga ese día, y no
sabía aún cómo enfrentarla.
El
hombre era conocido en el medio delictual, su trabajo era matar gente
por dinero. El hombre hasta ese entonces no había pasado un solo día
en la cárcel, pues se las arreglaba siempre para modificar su modus
operandi y no dejar rastro alguno de su labor. El hombre había
aprendido a matar en la calle al alero de un asesino de la vieja
escuela, al cual terminó asesinando por un puñado de billetes. El
hombre ya había perdido la cuenta de cuánta gente había perdido la
vida por su mano. Aún recordaba cuando su mentor le dijo que la
primera muerte era la más complicada, y la que nunca se podía
olvidar: en su caso ello no fue así, pues nunca sintió
remordimientos ya que cada muerte significaba dinero fácil para
seguir viviendo.
Esa
mañana el hombre tenía un trabajo que cumplir. Un traficante
necesitaba eliminar al hijo de una mujer que lo había delatado como
venganza, y para sentar precedente acerca del precio a pagar por
delatarlo. El hombre era uno de los pocos sicarios que no tenía
problemas en asesinar niños, por lo que aceptó el trabajo por una
gran suma de dinero depositada en su cuenta bancaria. El hombre
esperó pacientemente en la puerta de la casa de la mujer a que ella
saliera con el pequeño de doce años para llevarlo al colegio; en
cuanto los vio salir se bajó del vehículo en que esperaba, y sin
dar ninguna señal se dirigió hacia la pareja, sacó una pistola
semiautomáitca con silenciador de entre sus ropas y disparó a la
cabeza del pequeño, el cual murió instantáneamente. La mujer se
puso a gritar desesperada mientras el hombre caminaba hacia su auto;
un transeúnte intentó detenerlo, recibiendo una bala en su pierna.
Cuando el hombre entró al vehículo, la mujer sujetó la puerta, lo
miró con ojos llorosos, y le dijo que a partir de ese momento ella
se encargaría que no volviera a olvidar nunca más a la gente que
había asesinado; el hombre simplemente la miró, cerró la puerta y
se dirigió a su casa.
El
hombre caminaba con el peso de sus muertos sobre sus hombros. La
madre del niño asesinado era una bruja, y luego del homicidio de su
hijo abrió la conciencia del hombre. Desde ese momento el hombre
pudo ver el alma de todas sus víctimas que cargaba sobre sus
hombros, y empezó a sentir el peso de esas almas sobre su cuerpo. El
hombre caminaba sin entender qué iba a ser de su vida a partir de
ese momento: lo que más le costaba entender, era que el alma más
pesada era justamente la de su pequeña víctima de esa mañana.