La
sala de espera del servicio de urgencias estaba llena, como siempre.
La espera para la atención era de más de ocho horas, lo que hacía
que muchas personas se enojaran, insultaran al personal de admisión
y hasta intentaran agredirlos, por lo que el trabajo de los guardias
y de la policía apostada en el lugar era bastante pesado. En la sala
había un joven que había llegado recién, que aceptó la espera, y
que estaba sentado con sus audífonos conectados al teléfono donde
reproducía una lista de rock que lo tenía completamente
ensimismado. Cuando la recepcionista le preguntó el motivo de
consulta respondió que venía por dolor de pecho; sin embargo su
semblante era tan tranquilo y su postura tan pasiva que nadie en
recepción pensó que el cuadro era grave, y fue catalogado en la
penúltima categoría de urgencia.
Los
médicos en los boxes de atención parecían estar librando una
batalla, tanto contra los pacientes como contra los familiares, pues
la mayoría sentía que su consulta era la más grave, y al ser
desestimada por los profesionales, generaban nuevos conflictos que
nuevamente debían ser controlados por el personal de seguridad.
Mientras tanto en la sala de espera el joven seguía escuchando
música mientras abría una botella de agua mineral y bebía
tranquilamente.
Ocho
horas más tarde la batería del teléfono del muchacho empezó a
avisar la baja carga; el joven abrió su mochila, sacó una batería
portátil que conectó al aparato para seguir escuchando música.
Frente a él una mujer mayor lo miraba con pena; el joven al verse
observado le devolvió una sonrisa a la señora, quien también le
sonrió. Pese al gesto, la pena en el rostro de la mujer era
imborrable.
Diez
horas después de su llegada un médico añoso llamó al joven. El
hombre miró la información, le hizo un par de preguntas al
muchacho, le apretó el tórax y no encontró nada. Al darse cuenta
de la hora de llegada decidió auscustarle el tórax, más que nada
para que sintiera que la espera había valido la pena. En ese momento
el médico no logró escuchar los latidos; cuando intentó hablarle
al muchacho se dio cuenta que éste había perdido la conciencia. De
inmediato se activó el protocolo de urgencia vital, fue conectado a
monitores que confirmaron que el corazón del muchacho no latía; se
iniciaron las maniobras de reanimación, y una hora más tarde se
consignó la hora del deceso. En la sala de espera la mujer dejó
caer una lágrima: cuando vio al joven en la sala pudo ver que su
aura ya estaba lista para partir. Lo que la mujer no sabía era que
el muchacho estaba consciente de ello, y decidió ir a morir al
hospital para que no quedara rastro suyo en su casa para luego
empezar a asustar a quienes fueran capaces de ver más allá de los
sentidos humanos.