El
anciano se mantenía haciendo actividad física todos los días
hábiles de la semana. Desde adulto joven se había acostumbrado a
hacer flexiones de brazos y sombra de boxeo, conducta que había
mantenido por décadas y pretendía seguir manteniendo. El hombre
tenía claro que lo que hacía jamás le podría servir para meterse
en una pelea o defenderse de un asalto, y que tampoco era suficiente
para mantener una buena salud cardiovascular; sin embargo el mantener
dicha escasa actividad lo hacía sentirse más vivo y hasta algo más
sano.
El
hombre seguía una rutina fija de repeticiones diarias, sin subir ni
bajar la cantidad de ejercicios ni la intensidad; hubo un tiempo en
que el cansancio lo venció y se detuvo por un par de semanas, pero
la fuerza de la costumbre lo obligó a retomar su actividad de
costumbre. El anciano era un animal de costumbres, y por ello no
podía dejar de hacer lo que la costumbre le indicaba.
Esa
tarde el hombre fue a una tienda a comprar una chaqueta; le pidió al
dependiente la talla de siempre, y esperó a que se la trajeran. El
vendedor apareció un minuto después con una prenda dos tallas mayor
a la que había pedido; el hombre se molestó, pero simplemente la
tomó y se la puso para enrostrarle el error al vendedor. Grande fue
su sorpresa al ver que la prenda le quedaba casi ajustada; el
vendedor lo miró, y de inmediato fue e buscar otra talla más, para
comodidad del comprador. El anciano no entendía nada.
Dos
semanas después el hombre había pedido hora con su geriatra, pues
luego del problema con la chaqueta había ido a comprar camisas y
pantalones, encontrándose con la misma sorpresa: había crecido. El
médico lo miró extrañado al entrar a la consulta, y luego de
conversar brevemente lo hizo subir a la báscula: el hombre había
subido diez kilogramos, y lo que era más extraño, su estatura había
aumentado en cinco centímetros. De inmediato el geriatra ordenó una
serie de exámenes hormonales e imágenes de la base del cráneo,
sospechando un tumor hipofisario. El sorprendido en el control fue el
médico al encontrar todos los exámenes normales.
El
anciano no podía entender lo que le estaba pasando, día tras día
aumentaba su peso en masa muscular y su estatura se encumbraba al
menos un centímetro por día, cuando no era más. El hombre ya no
sabía dónde buscar ayuda, había dejado de hacer actividad física
y pese a ello seguía ganando masa muscular y estatura. Esa tarde iba
cavilando por la calle tratando de encontrar respuestas: de pronto
una van se detuvo a su lado, de la cual salieron tres tipos enormes
que lo golpearon violentamente en la cabeza y lo subieron al
vehículo.
El
anciano despertó mareado en una habitación pobremente iluminada,
rodeado de gente con tenidas como de monjes con las capuchas puestas.
Sin mediar preámbulo alguno, una de las personas abrió por la
fuerza su camisa y atravesó su tórax con una daga de treinta
centímetros, causándole una muerte casi instantánea. Al salir el
alma del cuerpo, notó que junto a él salía otra alma, de color
negro y sin forma humana. La persona que lo había asesinado sacó
una suerte de botella, y luego de recitar un par de frases en un
idioma desconocido, hizo que el alma negra quedara capturada en la
botella. Finalmente la persona movió la daga en el aire haciendo
formas extrañas, luego de lo cual el alma del anciano volvió al
cuerpo: el anciano fue cargado por los mismos tres que lo habían
secuestrado, dejándolo media hora más tarde en el mismo lugar en
que lo habían tomado. El anciano se abrió la camisa y vio en su
pecho una cicatriz casi imperceptible. Al pasar por un edificio de
vidrio, vio que había recuperado su estatura y masa muscular. El
anciano dio las gracias mirando al cielo; al otro lado de la ciudad,
el culto satánico había logrado capturar al ente que necesitaban
para iniciar la conquista del mundo, y que por error habían enviado
al cuerpo del inocente anciano.