La
bailarina estaba terminando el calentamiento antes de empezar el
ensayo. En dos semanas tendrían el estreno de una pieza clásica en
el teatro más famoso de la capital, por lo que la preparación debía
ser extrema para lograr la perfección, que era tanto su objetivo
como el de todo el personal a cargo de la presentación. Los años de
formación, las eternas horas de entrenamiento y estudio y las largas
jornadas de ajustes de la coreografía por fin darían frutos en el
primer rol protagónico de su carrera.
Terminado
el calentamiento la bailarina se colocó en posición para la primera
parte del ensayo. Al pararse de puntas sintió algo duro en la punta
de los dedos: de inmediato recordó que sus compañeras en la
academia a veces le ponían porotos secos dentro de las zapatillas a
modo de broma para que no pudiera bailar, cosa que le parecía
tolerable en la niñez y juventud, pero incomprensible en el ensayo
de un estreno tan importante para todos. Sin embargo un par de
segundos después la sensación desapareció, por lo cual pudo
empezar a bailar sin mayores dificultades.
Una
hora más tarde, luego de decenas de correcciones del coreógrafo y
de repetir una y otra vez la pieza, correspondía pasar a la segunda
parte; nuevamente la muchacha se colocó en posición, y nuevamente
sintió la misma sensación que al inicio de la primera pieza. La
muchacha se preocupó al pensar que tenía una lesión que recién
empezaba a manifestarse, pero al igual que la primera vez, a los
pocos segundos todo retornó a la normalidad. De pronto el coreógrafo
y sus compañeros dejaron de bailar y se quedaron tiesos mirándola:
la bailarina se quedó tiesa y empezó a gritar desesperada.
La
escena era incomprensible. Las piernas de la bailarina habían
cambiado de color a gris claro y mantenían la posición con una
pierna en alto y la otra pierna apoyada en la punta del pie. El
coreógrafo se acercó y al tocar las piernas de la muchacha se dio
cuenta que se habían convertido en un material duro, parecido al
cemento. Al empujar con más fuerza la pierna en alto para intentar
cerciorarse de lo que estaba pasando, el cuerpo perdió el
equilibrio, cayó al suelo, y las piernas reventaron con la caía
desprendiéndose del resto del cuerpo, del cual empezó a manar
sangre de modo incontrolable. Mientras la bailarina moría desangrada
a vista y paciencia de todos, tras la cortina la bailarina de
reemplazo sonreía en silencio: el embrujo llamado “medusa” que
había contratado por internet había dado sus frutos, y ahora ella
sería quien brillaría en el estreno del ballet en algunas semanas
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