La
secretaria miraba sus anteojos con algo de rabia. Desde que se los
mandó a hacer le quedaron incómodos, per por problemas económicos
no pudo hacer un par de recambio por lo que debió acostumbrarse a la
incomodidad de los marcos, que parecían estar permanentemente a
punto de desarmarse. Luego de un año de uso, se dio cuenta que
estaba viendo cada vez peor, y que no le quedaría otra opción que
pedir hora con un oftalmólogo para que le recetara nuevos anteojos,
y pedir un préstamo para mandar a hacerlos, rogando por tener suerte
en esta ocasión y que los anteojos le sirvieran por un período más
largo de tiempo.
Esa
tarde tenía la hora con el especialista, cuya consulta quedaba
literalmente al otro lado de la ciudad, por lo que el viajes ería
largo y tedioso; sin embargo la mujer fue precavida, por lo que pidió
la última hora disponible para tener tiempo suficiente para llegar
con algo de holgura a la citación. Luego de dos horas de viaje en
locomoción colectiva, llegó al paradero que estaba a seis cuadras
del edificio donde quedaba la oficina del médico; luego de una
acelerada caminata llegó al edificio, se identificó en la recepción
de la consulta y esperó el llamado del profesional.
Luego
de quince minutos de espera, a la hora exacta en que estaba citada el
oftalmólogo la hizo entrar. El profesional, bastante añoso, le
indicó que se sentara y sin mayores preámbulos empezó a medir su
agudeza visual con una plantilla electrónica, hasta dar con
precisión con los anteojos que la mujer necesitaba para poder ver
normalmente tanto en el trabajo como en su vida diaria. Al terminar
la consulta la mujer intentó pararse; sin embargo en ese momento el
anciano se abalanzó sobre ella clavándole algo en el cuello, luego
de lo cual la mujer perdió el conocimiento.
Frío.
Esa fue la primera sensación que la mujer sintió al volver en sí.
Luego sintió un agudo e incontenible dolor facial, seguido de una
sensación de humedad tibia en sus mejillas. A su alrededor empezó a
escuchar quejidos por todos lados; de pronto sintió que alguien se
aferraba a ella quejándose; la mujer instintivamente también se
aferró a ese alguien a quien no podía ver, pues desde que recobró
la conciencia estaba totalmente ciega. En ese momento la mujer acercó
las manos a su rostro y grito de espanto al darse cuenta que donde
estaban sus ojos había dos cavidades llenos de un líquido que por
temperatura y consistencia parecía sangre. La mujer empezó a
desesperarse, y se dio cuenta que todos los que estaban en ese frío
lugar habían sufrido su mismo destino.
A
diez kilómetros de distancia el oftalmólogo terminaba de pagar a
quienes lo ayudaron en esa ocasión a sacar los cuerpos sin ojos y
llevarlos a un vertedero clandestino donde por la mañana serían
cubiertos por toneladas de basura. El hombre estaba regocijado con la
cantidad de ojos que había logrado esa jornada, pues estaba seguro
que eso sería suficiente para alimentar al demonio que con forma de
cuervo, lo buscaba cada cien años para renovar su promesa de vida
eterna a cambio de ojos humanos frescos.