El
hombre esperaba impaciente frente a la boletería de la estación de
Metro. Esa tarde tenía una cita con una mujer que había conocido
hace meses por redes sociales, y por fin habían logrado ponerse de
acuerdo para verse en persona. El hombre había llegado quince
minutos antes, y ya sólo quedaban cinco minutos para la hora
pactada. La ansiedad lo tenía con el abdomen distendido, pero sabía
que debía esperar para concretar su sueño.
Media
hora más tarde el hombre seguía mirando hacia el andén, a ver si
alguien aparecía por las escaleras y que se pareciera a las fotos
que le había enviado. Nadie parecía estar buscándolo, lo que
acrecentaba su ansiedad y abultaba más su abdomen.
Una
hora más tarde el hombre se convenció que la mujer no aparecería.
Su ansiedad se transformó en pena, su pena en rabia y su rabia en
más pena. De la nada las lágrimas se asomaron a sus ojos y de la
nada estaba llorando al lado de la boletería de la estación. De
pronto alguien tomó su hombro: una guardia de seguridad se había
acercado a él para saber qué le pasaba y si es que podía ayudarlo.
El
hombre llevaba media hora conversando con la guardia. La mujer, ya
añosa con el pelo entrecano y la piel curtida, intentaba entender
cómo un hombre adulto había podido caer en esa forma extraña de
conseguir pareja de la gente joven. El hombre por su parte se sentía
muy cómodo con la mujer, quien ostentaba una voluminosa argolla de
oro en su dedo anular izquierdo, signo inequívoco de estar casada,
mientras apoyaba dicha mano en el revólver que llevaba para hacer su
trabajo. El hombre de pronto aprovechó un descuido de la mujer, le
arrebató el revólver y se disparó en la sien derecha muriendo al
instante,
La
policía interrogaba a la guardia, aún conmocionada con el suicidio
del hombre. La mujer le comentó a la policía que se había acercado
al hombre pues temió que intentara lanzarse a las vías del tren,
pero jamás pensó que le arrebataría el arma para dispararse. De
pronto la mujer levantó la vista al horizonte, y sonrió levemente.
Frente a ella el alma del hombre muerto la miraba con rabia, al
descubrir que ella era la mujer de internet, que no estaba casada, y
que hacía esos contactos para conseguir que los hombres se
suicidaran frente a ella para utilizar la energía que liberaban al
morir y así prolongar su existencia, que ya contaba con trescientos
ochenta años en el planeta.