La
anciana había instalado su mecedora en la puerta de su vieja casa en
un viejo barrio de la capital al cual aún no llegaba la modernidad.
Sin centros comerciales ni multitiendas, la vida se abastecía de
pequeños almacenes y tiendas que vendían productos específicos. Un
bazar, una ferretería, una tienda de ropa de damas y otra de
caballeros, un restaurante de comida casera, un taller que arreglaba
de todo y una paquetería parecían suficientes para abastecer a la
vieja población del sector. La vida parecía avanzar más lento en
esa zona: la gente se movilizaba a pie, en bicicletas ya
descontinuadas y en vehículos que serían de colección, si es que
estuvieran bien mantenidos.
La
anciana miraba a sus vecinos pasar mientras disfrutaba de un mate y
de un libro que ya había leído innumerables veces. Todos en el
sector se conocían, se saludaban, conversaban acerca de sus vidas,
de sus temores y de sus tristezas; en ene sector de la capital no
había copropietarios sino vecinos, y todos se encargaban de mantener
la calidad de dicha relación.
Un
vehículo del año, de alta gama, se estacionó frente a la puerta de
la anciana, quien reconoció al conductor y a su acompañante. El
conductor, hijo de una vecina del barrio, la saludó educadamente,
mientras el acompañante sacó una carpeta, y sin siquiera saludar
empezó a decirle a la anciana que traía una nueva oferta para
comprar su casa y poder iniciar en el lugar un proyecto inmobiliario.
El hombre le recordó que ya era la novena oferta, que ya no podía
ofrecer más, y que sería recomendable que la aceptara, pues la vida
estaba llena de imprevistos, que los accidentes sucedían de la nada,
y que no quería que nada le pasara por no firmar la compraventa.
Luego de terminar su discurso, la anciana le dio las gracias y le
dijo que lo pensaría. Justo en la casa vecina otro anciano había
abierto la ventana para dejar entrar el sol y escuchó todo. Una vez
se fue el vehículo el anciano se sentó frente a su teléfono de
disco, sacó una vieja libreta de cartón forrado y empezó a hacer
algunas llamadas.
El
empresario inmobiliario estaba incómodo, luego de viajar a ese
barrio de mierda que interesaba a ciertos inversionistas, para
nuevamente volver con las manos vacías. Al hombre le disgustaba la
situación, pero al parecer debería tomar ciertas medidas para
lograr la compra de la casa destartalada, y darle una señal al resto
de los dueños que era buena idea venderle sus propiedades. De pronto
el cielo pareció oscurecerse, cosa extraña en pleno verano a las
dos de la tarde. El hombre se levantó para acercarse a la ventana:
en ese instante una serie de imágenes humanoides transparentes
empezaron a volar frente a sus ojos; el hombre no entendía lo que
pasaba, y temió estar sufriendo un accidente vascular. Al intentar
acercarse a su puerta ésta se cerró bruscamente frente a él, y las
imágenes empezaron a pasar con más violencia por su rostro.
Mientras el conductor del vehículo terminaba de limpiarlo, escuchó
un ruido y un grito que se acercaban a él: instintivamente se alejó
del auto, sobre el cual cayó pesadamente el cuerpo de su jefe, quien
se había lanzado desde el piso veinte. A varios kilómetros de
distancia, veinte ancianos despertaban de una siesta forzada que
había cumplido su objetivo. A esa hora la anciana seguía sentada en
su mecedora en la puerta de su casa.