El
frío arreciaba esa mañana de invierno, que había amanecido más
oscura que de costumbre debido a una densa neblina que apenas dejaba
ver a dos metros de distancia. Los vehículos debían avanzar con
mucha precaución pues pese a sus luces la visibilidad era mínima.
El guardia de seguridad, un hombre alto y bastante corpulento, había
salido recién de su casa camino al trabajo bastante abrigado; pese a
tener vehículo decidió ir ese día en locomoción colectiva, pues
luego de ver las noticias de la madrugada entendió que el caos vial
sería insalvable ese día. Lo bueno era que vivía a ocho cuadras de
una estación de tren subterráneo, por lo que no se vería expuesto
a problemas de lentitud en el transporte.
A
cada paso que daba la visibilidad parecía empeorar más y más. El
hombre avanzaba tranquilo, a paso relajado, pues muchos ciclistas
pedaleaban por la vereda ese día por el miedo a ser atropellados por
algún vehículo motorizado incapaz de notar sus presencias; ello sin
embargo aumentaba el riesgo de los peatones de ser atropellados por
las bicicletas, por lo que el guardia prefería caminar lento para
evitar malos ratos. El hombre se dio cuenta que mientras avanzaba por
la vereda, se empezaban a escuchar quejidos de la nada.
El
hombre estaba empezando a incomodarse, pues a cada aso aumentaban los
quejidos, que parecían como si los dolientes no pudieran respirar.
El guardia miraba a todos lados a ver si lograba ver a alguien, por
si existía la posibilidad de prestar ayuda; sin embargo los quejidos
parecían desvanecerse en el aire luego de dejarse escuchar por
algunos segundos. El hombre no estaba asustado, pero la preocupación
empezaba a apoderarse de su mente.
El
hombre seguía avanzando lentamente; de pronto los quejidos
desaparecieron, dando lugar a un silencio enorme, como si nadie más
que él estuviera en la calle en ese momento. La neblina se hacía
cada vez más espesa; en ese instante el hombre vio una especie de
bufanda de neblina acercarse a su cuello. Sin poder evitarlo empezó
a sentir cómo la neblina empezaba a estrangularlo lentamente; el
hombre no daba crédito a lo que estaba sucediendo, mientras la
fuerza con que apretaba la neblina se hacía mayor a cada momento.
Fue tanta la presión que el hombre dejó escapar un quejido ahogado:
en ese instante el hombre se desvaneció en la niebla, que había
cumplido el objetivo de causar dolor y miedo a sus víctimas, para
poder alimentarse de dichas sensaciones y mantenerse en el tiempo.
Esa mañana más de cincuenta personas desaparecieron para siempre.