El
asesino caminaba por la plaza mirando el entorno; hacía días que no
terminaba con la vida de nadie por lo que inconscientemente daba
vueltas para ver si encontraba a alguien con el perfil que seguía y
así poder darle continuidad a su seguidilla de homicidios. Hasta ese
momento llevaba cinco muertos, y aparentemente las policías y la
fiscalía aún no eran capaces de seguir el patrón que había
ideado, pese a lo evidente que al menos para él era. El hombre
asesinaba hombres chilenos de no más de un metro cincuenta de
estatura, de no más cuarenta kilos de peso y de no menos de sesenta
años. El patrón parecía antojadizo, pero no lo era.
El
padre del asesino era un enjuto hombre de un metro cuarenta y nueve
de estatura que pesaba treinta y ocho kilos, que cuando joven había
sido boxeador, y pasados los sesenta años se dedicó a usar a su
esposa, del mismo peso y estatura, como saco de boxeo. El asesino
vivía solo, e iba una vez cada dos semanas a ver a su madre, y
siempre la encontraba con moretones en la cara y el cuerpo. La última
vez que la vio estaba con más moretones, con la cabeza en una
posición imposible, el cuello roto y tapada por una lona de la
policía. En ese momento el hombre se descontroló, buscó a su
padre, lo mató a golpes, para luego desmembrar su cuerpo y lanzar
los restos a un río. Terminado ello tomó sus cosas y se mudó de
ciudad, con la sed de venganza viva, por lo que decidió seguir
asesinando a hombres que le recordaran a su progenitor, del que
heredó la violencia y el instinto asesino.
El
hombre miraba a todos en la plaza. De pronto apareció un hombre
pequeño y muy delgado, que calzaba perfecto con sus estándares
físicos; sin embargo, no parecía tener más de treinta y cinco
años. El asesino pensó un poco, y decidió que cuando ese hombre
cumpliera los sesenta años se pondría tan malvado como su padre,
por lo que rápidamente decidió asesinarlo. Luego de meterle
conversación e invitarle una cerveza, lo golpeó con una enorme
piedra en la cabeza quebrándole el cráneo y acabando con su vida al
instante. Un minuto después, algo que nunca había sucedido ocurrió
frente a sus ojos.
El
cuerpo con la cabeza rota se puso de pie. Con la cabeza partida miró
al asesino quien no entendía nada; el asesino miró en el suelo
hasta encontrar otra piedra más grande con la que nuevamente golpeó
la cabeza del pequeño joven, quien cayó al suelo para un minuto más
tarde volver a ponerse de pie para mirar, ahora con un ojo medio
salido, a su verdugo quien seguía sin entender lo que sucedía. El
asesino encontró un pastelón de concreto que apenas logró
levantar, con el cual terminó por reventar lo que quedaba de la
cabeza del joven, quien por tercera vez se puso de pie de frente al
asesino quien ya no sabía qué hacer. A su lado, la Muerte se negaba
a llevarse a alguien que no cumpliera estrictamente con el patrón
del asesino, por lo que devolvería el alma a lo que quedara del
cuerpo las veces que fuera necesario hasta que el asesino entendiera
y volviera en sí.