Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, marzo 26, 2014

Campo



—¿En qué estás pensando, viejo?
—En nada, gracias a dios.
—¿Qué es eso de dios, viejo?
—Ni idea, mi abuela terminaba casi todas las frases con eso de “gracias a dios”. Debe ser un dicho campesino, supongo.
—La gente campesina es rara, viejo.
—Sí, tienen costumbres raras, y un genio del diablo.
—¿Y eso, qué es diablo, viejo?
—Es una palabra que usaba mi abuelo, y que molestaba mucho a mi abuela. Cada vez que la nona terminaba una frase con “dios”, el tata agregaba una frase terminada en “diablo”, y eso enojaba a mi abuela, que después de retarlo hacía unas cosas con la mano derecha sobre la cara y el pecho.
—Es muy rara la gente del campo, viejo.
—Sí, muy raros. Oye, ¿hace cuánto que no vamos al campo a todo esto?
—Años ya, viejo. ¿Te gustaría ir a dar una vuelta uno de estos días?
—Sería entretenido, hace mucho que no siento la gravedad natural del campo.
—Cierto, la sensación es distinta. Oye, ¿y los campesinos le seguirán diciendo Tierra al planeta Campo?

miércoles, marzo 19, 2014

Tarde

La tarde se está poniendo cada vez más fría, y eso que estamos en pleno verano. El dolor en la pierna no me deja tranquilo, y este frío maldito, más que los huesos, parece estar calándome el alma.

No me gusta venir al banco en persona, no considero que a estas alturas de la vida, y con toda la modernidad que existe, aún haya trámites que no se puedan hacer por internet; si mi banco usara la firma electrónica, no tendría que venir a firmar y a poner mi huella digital para que crean que yo soy yo. Además, tener que pedir permiso para hacer un trámite descalabra todos mis horarios, y me obliga a dejar el auto en casa y caminar, pues el banco está a seis cuadras de mi departamento, y no tiene estacionamientos suficientes.

Es raro, no recordaba cómo se sentía caminar por mi barrio a estas horas de la mañana. Los olores son distintos, la gente no es la misma, la velocidad con que todo pasa parece diferente. Todo se siente más húmedo gracias al riego del parque, el aire no está tan contaminado, no pasa tanto vehículo, el ruido no es tan ensordecedor como más temprano, o más tarde: parece que escogí la mejor hora para ir al peor lugar del sistema privado. Espero que el banco no esté tan lleno.

Maldición, cómo odio los malditos bancos: ¿cómo es posible que a esta hora el banco esté repleto? Y yo que suponía que tendría tiempo de pasear, o hasta de tomarme un café en alguna cafetería de barrio; creo que perderé toda mi mañana en esta estupidez de hacer fila para firmar un papel. Más encima delante de mí hay un hombre con un hedor insoportable, que parece no haberse bañado hace días, o tal vez semanas.

No puedo creerlo, llevo casi cinco horas, y la fila no avanza; parece que todos vinieron a rescatar los ahorros de sus vidas, pero en monedas. La pobre cajera se ve estresada a más no poder, los clientes vociferan como bestias, y el hombre del hedor parece estar más podrido que antes: si no fuera que no me gustan los problemas, ya le habría dicho un par de cosas respecto del aseo personal. De pronto el milagro ocurre, y el hombre del hedor logra llegar a la caja, en cuanto él salga podré hacer mi trámite e irme a disfrutar de lo que queda de mi día libre. Al tipo parece no haberle ido muy bien, pues apenas algunos segundos después de empezar a hablar con la cajera, se da vuelta y sale corriendo, no sin antes casi botarme de un empellón, que me dejó bastante adolorida la pierna.

La tarde se está poniendo cada vez más fría, y eso que estamos en pleno verano. El dolor en la pierna parece empeorar con la caminata, pero quiero aprovechar la tarde. La gente me mira asustada, como si estuviera viendo un fantasma. Parece que estoy cojeando demasiado, porque todos parecen estar mirando mi pierna. Es raro, las personas empiezan a verse borrosas, como fantasmas, y cada vez me faltan más las fuerzas. De pronto tropiezo y caigo, y toda la gente se acerca presurosa a ayudarme, pero en vez de intentar pararme, impiden que me incorpore. Ahora la gente se ve cada vez más y más borrosa, y todo el entorno parece empezar a oscurecer. Antes que la noche invada mis ojos, alcanzo a ver en mi ingle una enorme mancha de sangre que moja todo mi pantalón, justo donde el tipo del banco me empujó. La noche me invade a media tarde, y la pierna dejó de doler…

miércoles, marzo 12, 2014

Clase

El auditorio estaba llenándose cada vez más y más, en espera de la llegada de los profesores a cargo de la mesa redonda. Si bien es cierto la actividad era completamente optativa y casi extra curricular, el nivel de los docentes era tal, que perderse una mesa redonda en que los cinco hombres compartieran y debatieran sus ponencias, ideas, descubrimientos y sarcasmos, era un despropósito para cualquiera que usara la vocación como argumento para justificar sus estudios. Cuando faltaban cinco minutos para el inicio de la mesa el auditorio estaba lleno, y el barullo en él era tal que hacía imposible concentrarse en alguna idea en particular. Justo en ese momento los cinco docentes, sin parafernalia ni presentación alguna entraron al anfiteatro, logrando por presencia que las voces empezaran a acallarse.

En cuanto llegó la hora de inicio de la mesa redonda, los cinco profesores tomaron cada uno una silla, y se sentaron en ellas, dejando de lado las mesas, y quedando en silencio frente a los asistentes, quienes no lograban comprender lo que estaba sucediendo: frente a todos, las cinco mentes más brillantes de la universidad en su especialidad, se sentaron en silencio en un círculo sin hacer ni decir nada.

Pasados cinco minutos, algunos de los asistentes empezaron a salir de la sala, unos en silencio, la mayoría murmurando, unos pocos hablando en voz alta en contra de la poca seriedad de los docentes. Un par de minutos más tarde empezó el murmullo, que a los pocos minutos estaba nuevamente convertido en un barullo ensordecedor.

Un rato después, una de las pocas asistentes que quedaban en la sala se puso de pie y se acercó al escenario. Desde las alturas del anfiteatro había notado que las cinco sillas no estaban dispuestas en un círculo, pues al unirlas con cinco líneas rectas conformaban un pentágono perfecto. La joven se acercó al grupo de profesores, y empezó a ver los detalles que a la distancia nadie notaba: efectivamente los puntos estaban unidos por líneas rectas pintadas en el suelo con algún pigmento de un color muy camuflable con el de las tablas que conformaban el suelo, además de haber un par de líneas desde cada punto que se unía con todos los otros. Cuando la muchacha descubrió la imagen, ya era demasiado tarde.

Uno de los profesores extendió su brazo, tomó con fuerza de la muñeca a la muchacha, y la lanzó dentro de la estrella de cinco puntas formado por las líneas por dentro del pentágono; en el instante la muchacha empezó a arder, transformándose su cuerpo en cenizas en menos de veinte segundos. Los pocos asistentes que aún estaban en el lugar salieron corriendo del auditorio, sin alcanzar a ver cómo los cinco profesores untaban sus dedos en las cenizas del cuerpo, para luego dibujar con dichas cenizas una estrella de cinco puntas invertida en sus frentes, y desaparecer en el aire: no había mejor catalizador para el viaje al reino de Hades que las cenizas de la curiosidad.

miércoles, marzo 05, 2014

Holocausto


Palo santo, incienso, mirra, romero, ruda, sándalo, canelo. Uno a uno los ingredientes eran acomodados en una bandeja metálica, mientras en un viejo lavatorio de aluminio que hacía las veces de brasero, pequeños y delgados trozos de carbón hechos con madera de espino africano empezaban a arder, para preparar el holocausto que habría de ejecutarse en cuanto la temperatura de las brasas fuera la adecuada. Media hora después, cuando ya las llamas daban paso a trozos de carbón humeantes y al rojo vivo, el contenido de la bandeja fue depositado en el mismo orden en que se encontraba en ella sobre las brasas, despidiendo casi al contacto una gran cantidad de ruidosas chispas y un extraño humo de color rojo. De inmediato el lavatorio de aluminio fue colocado en el suelo para seguir ardiendo, y frente a él se dispuso un trozo grueso de madera, como de viga, en el cual había una punta de reja vieja, con forma de punta de lanza antigua, a la cual se le había sacado filo en sus bordes. El escenario estaba dispuesto para que empezara la obra.

La alocada hija del rabino recorría rauda las calles en su pequeña motocicleta blanca. El casco rosado y el pañuelo floreado al cuello le daban un aire a comercial de perfumes o a película de cine alternativo, cosa que no distaba mucho de su realidad en la vida. La muchacha de veintiún años, que tenía prohibido volver a pisar una sinagoga mientras no dejara de lado su desordenado estilo de vida, pidiera perdón a su padre y retomara las ancestrales costumbres de su religión, vivía una vida feliz, lejos de las convenciones que venían de la mano de su apellido y de su familia. La tranquilidad que le daba el haberse desligado de las obligaciones que traía su tradición, paliaba con creces el no tener acceso al bienestar económico que venía de la mano de la fortuna de sus padres: la joven trabajaba para sí misma, y mientras ello le alcanzara para cubrir sus necesidades, seguiría aislada en su burbuja de felicidad.

Esa tarde la muchacha andaba apurada, pues había recibido un trabajo para hacer el diseño digital de la imagen que se usaría de portada en una revista de arte. Había tenido que atravesar media ciudad para hacer el contrato de trabajo, luego de lo cual le entregaron en un cedé las fotografías que debería utilizar para armar el montaje. Sin tener tiempo de almorzar, la joven debió volver a recorrer las atiborradas calles, para poder llegar a su domicilio a trabajar con calma en su computador las imágenes, y entregar un producto de calidad a su empleador, intentando satisfacerlo lo suficiente como para volver a ser llamada. En cuanto llegó al edificio dejó la motoneta medio estacionada en la calle, y subió a su departamento con el bolso en una mano y el casco en la otra.

La joven entró corriendo al departamento; justo antes de alcanzar a ver el humo rojo tropezó con un alambre dispuesto en la puerta, cayendo de bruces con su cuello sobre la vieja punta de lanza, la cual destrozó su laringe e hizo manar una gran cantidad de sangre, la que cayó de inmediato al brasero, mezclándose con las maderas sagradas y las brasas, haciendo que las llamas cambiaran instantáneamente a color blanco. Mientras la muchacha agonizaba asfixiándose y desangrándose, alcanzó a ver los característicos zapatos de su padre el rabino. El hombre miró con regocijo que el holocausto había salido tal y como los textos secretos habían predicho: ahora su apellido estaba limpio al sacrificar a su impía hija, y el demiurgo estaba satisfecho con la sangre de la judía virgen.