Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, octubre 30, 2013

Muralla


Marta despertó asustada esa mañana, había tenido una pesadilla de la cual no recordaba nada, pero se sentía terriblemente angustiada, tanto como para sentir palpitaciones y creer que en cualquier momento dejaría de respirar. La mujer logró calmarse luego de algunos minutos, para por fin poder levantarse de la cama y empezar un nuevo día de trabajo.

Después de salir de la ducha, secarse, ponerse sus cremas varias para sentir que la juventud aún no escapaba de su piel y vestirse, Marta se dirigió a la cocina a calentar el desayuno para poder salir lo antes posible al trabajo. En no más de cinco minutos se tragó un café y un par de tostadas con algo con sabor a otra cosa, y se dispuso a salir, no sin antes cortar el gas y apagar todas las luces. En cuanto abrió la puerta, se encontró con algo inexplicable: un muro blanco que tapaba íntegramente la salida de su departamento.

Marta estaba desconcertada. Después de varios minutos de mirar, rozar, palpar, y finalmente patear esa incomprensible muralla que se mantenía inalterable pese a todos sus esfuerzos, se empezó a desesperar, tal y como había sucedido cuando había despertado de la pesadilla. De inmediato se dirigió a la terraza para poder ver al exterior e intentar comprender qué estaba pasando, y para tratar de gritarle a su vecino o al conserje para que fueran en su ayuda. En cuanto abrió la cortina, pudo ver a través del vidrio el mismo muro que había en la puerta de entrada. Sus palpitaciones y sus ahogos empezaron a aumentar en intensidad y frecuencia, en la medida que intentaba entender qué era lo que estaba pasando en esos instantes; raudamente empezó a revisar las ventanas del departamento, y en todas se encontró con la misma muralla blanca: Marta estaba encerrada, y cada vez más angustiada.

Pasados varios minutos, y luego de lograr tranquilizarse un poco, la mujer empezó a pensar en qué podría haber provocado todo eso. Ya que todas las cosas dentro del departamento habían funcionado sin problemas hasta ese momento, podía suponer que seguiría siendo así, al menos por un rato. Tratando de mantener la calma que tanto le había costado lograr, Marta encendió el televisor del dormitorio para ver si lo que estaba pasando era algo generalizado o sólo en su departamento: todo lo que obtuvo fue la imagen característica de una antena desconectada, pese a estar suscrita al cable. El turno siguiente fue el de su teléfono de red fija, el teléfono celular, el computador de escritorio y el citófono de portería: todos los aparatos funcionaban, pero ninguno era capaz de comunicarse con el exterior, ese exterior que estaba ahora oculto tras esa maldita muralla blanca infranqueable, que había aparecido de la nada y parecía no querer irse.

Marta estaba sentada frente a la puerta de salida de su departamento, la cual tenía abierta para poder ver esa extraña muralla blanca. Lo más divertido de todo era que estaba encerrada en su hogar, sin saber cómo ni cuándo lograría salir, sin saber cómo ni por qué se había provocado dicho encierro, pero pese a ello se sentía incómodamente tranquila. Tal vez era la ausencia de color del muro, o el hecho que ya se habían pasado todas las horas importantes en su mañana; el asunto es que su drama ya no parecía tan dramático, al menos mientras miraba esa irracional muralla blanca. La mujer, resignada, simplemente cerró sus ojos y se dejó conquistar por la paz de la nada que rodeaba su todo en ese momento y lugar, sin saber que fuera de su cabeza, su profesor de yoga y sus compañeros hacían esfuerzos sobrehumanos para sacarla de ese incomprensible estado de sopor que ya llevaba cerca de una hora de evolución, luego que el maestro les enseñara a crear una muralla blanca en sus mentes para bloquear las malas influencias del entorno.

miércoles, octubre 16, 2013

Curiosidad



Cuenta una vieja historia que la dueña de la panadería de la esquina no nació muda, sino que le cortaron la lengua por hablar mucho. Bueno, siempre dicen que las mujeres hablan mucho, aunque en realidad… sí, hablan al menos más que nosotros. Mi mamá conoce hace años a esa señora, y ella me contó que efectivamente no era muda, que hasta hace como veinte años hablaba normalmente, y que de un día para otro la hospitalizaron en la Asistencia Pública y cuando la dieron de alta, volvió muda. Y sí, dice que la señora hablaba demasiado, que no sabía guardar secretos, y que cuando no tenía de quién hablar, inventaba.

Estoy frustrado. Llevo como dos semanas ofreciéndome a ir a comprar el pan, a ver si logro hacer que la señora abra la boca para ver si es verdad lo de su lengua, y no he logrado nada; parece que la señora tuviera cosidos los labios, pues jamás la he visto con la boca siquiera semiabierta. El otro día hasta la pisé adrede, a ver si por el dolor trataba de dar un grito y la abría, pero nada, apenas me gané una cachetada en la nuca y una mirada de recriminación; parece que tendré que mejorar mis ideas para lograr ver su boca.

Ayer me encontré con unas señoras de la edad de mi madre en la panadería, que me contaron una historia distinta a la que yo conocía. Dicen que la lengua se la cortaron por un lío de faldas… bueno, más bien de pantalones. Dicen que la lengua se la cortó una mujer despechada, de un mordisco, luego de pillarla acostada con su marido. Dicen que en ese instante a la mujer no se le ocurrió nada mejor que ofrecerle hacer un trío a la esposa engañada con su marido infiel y ella. Dicen que la esposa aceptó, y cuando estaban empezando a pasarla bien, la dueña de la panadería accedió a ser besada en la boca y ahí recibió el castigo que merecía… o el que la esposa engañada creyó que merecía. Rara la historia, y harto subida de tono para señoras de la edad de mi madre.

Esta cuestión es cada vez más rara. Ayer, a la hora de onces, le conté a mi mamá lo que estas señoras habían dicho en la panadería, ¿y saben qué me respondió? Que al fin y al cabo era lo mismo, que la lengua se la cortaron de un mordisco por hablar de más, porque esas cosas de a tres eran cochinadas y se merecía que le cortaran la lengua por hacer y decir cochinadas. Parece que lo único cierto es que esta señora no tiene lengua, y el resto es sólo leyenda.

Dicen por ahí que la curiosidad mató al gato; es en esos instantes en que agradezco no ser gato. La curiosidad me venció, así que fui directo donde la dueña de la panadería y le dije que quería hablar con ella en privado. La señora accedió, y le conté todas las historias que me habían contado, carepalo, con detalles y todo, y le dije que quería saber la verdad de puro curioso que soy. La señora no intentó hacer gestos, ni escribir ni nada, simplemente abrió la boca y me mostró lo que había: en su interior, y por detrás de su amarillenta dentadura, estaba un chongo de lengua con marcas de dientes, y en donde se apreciaba claramente un espacio sin corte y que había sido arrancado por tracción. Justo en ese momento recordé la dentadura de mi madre, a quien le faltan los dos dientes de adelante. Parece que le voy a empezar a creer y a hacer caso a mi mamá de ahora en adelante.

miércoles, octubre 09, 2013

Invisible



Martina caminaba con los ojos cerrados por el medio de la avenida. Ella sabía que si caminaba con los ojos cerrados, sería invisible para quienes la rodearan.

Martina era una muchacha intranquila. Desde pequeña sus profesores en el colegio habían presionado a sus padres para que la llevaran a algún médico que le recetara pastillas para su intranquilidad; pero tanto sus padres como ella sabían que no existían pastillas para dejar de jugar, de ser curiosa, desordenada, de andar despeinada y con las rodillas con costras, de imaginar cosas que la divirtieran sin dañarla: no existen las pastillas para dejar de ser niña.

Martina escuchaba los automóviles pasando cerca de ella a alta velocidad, pese a lo cual no podía abrir los ojos, pues de inmediato se haría visible y perdería el juego, ese que había inventado cuando descubrió que cerrando los ojos era invisible. Cuando Martina tenía seis años estaba jugando en el patio de la escuela con sus amigas, y de pronto decidió cerrar sus ojos para dedicarse a escuchar todos los ruidos del patio; cuando los abrió, descubrió a sus amigas y los profesores buscándola asustados, y vio cómo una de las tías del aseo casi se desmayó al verla aparecer en el aire. Desde ese día, de vez en cuando hacía la misma broma, con la precaución de encerrarse en una sala para no asustar a nadie al aparecer.

Martina sentía cómo el viento desplazado por los autos levantaban su pelo y su falda, pero no estaba dispuesta a abrir los ojos: no quería perder el juego, ni menos aún volver a ver la realidad, al menos no en ese instante. La vida no se estaba portando bien con ella, así que prefería no ser visible para que nadie la molestara ni molestar a nadie. Su familia la había traicionado, sus amigas le habían dado la espalda, y el hombre al que amaba estaba en contra suya. De un día para otro la curiosidad, el desorden, la imaginación y los juegos dejaron de ser tolerables y entretenidos, y pasaron a ser una traba para la nueva vida que estaba empezando a vivir: ya no era una niña, era una adolescente, y debía comportarse como tal. Así, día tras día pasaba cada vez más tiempo invisible, para que sus padres no pudieran darle sus pastillas, para no ver a sus amigas que ya no le hablaban, y para no ver cómo su primer pololo se ponía del lado de sus padres, para obligarla a dejar de ser niña.

Martina se dio cuenta que el juego había terminado. Pese a estar con los ojos cerrados la gente era capaz de verla, pues escuchaba a sus padres y a su pololo a corta distancia hablarle directamente. Al parecer el mundo tenía razón, había dejado de ser niña, y con ello había perdido su maravilloso don: el de jugar a ser invisible, y creerlo con tanta fuerza como para ser capaz de convencer a todos que era verdad. Con tristeza abrió los ojos, muriendo atropellada instantáneamente al materializarse frente a un camión en medio de la carretera. Sólo un par de minutos después, sus padres y su pololo encontraron su cadáver triturado a ciento cincuenta metros de donde se escuchó el intempestivo impacto.  

miércoles, octubre 02, 2013

Demolición



La vetusta iglesia abandonada esperaba en silencio a ser demolida en cualquier momento. El servicio de vialidad había pasado por encima del viejo barrio, poniendo en un papel el ensanche de una avenida, lo que trajo consigo la expropiación de decenas de cuadras de un sector característico de la ciudad, para dar espacio a más atochamientos, bocinazos, choques por alcance, retrasos, enojos, y todo aquello a lo que sutilmente llamamos el precio de la modernidad. Pese a que todos sabían que el objetivo final de ese ensanche no era otro que alimentar de consumidores un nuevo mall, nadie tuvo el valor de objetar el proyecto a tiempo.

El párroco de la iglesia decidió recorrer por última vez la edificación en la había ejercido su ministerio los últimos diez años. Con rabia había recibido la decisión de las autoridades, y con dolor la orden del arzobispado de sacar todos los objetos sagrados antes de la demolición, para trasladarse a su nueva parroquia. El sacerdote sabía que ya no quedaba nada para él en ese cascarón de cemento, pero sintió la necesidad de visitarlo antes que terminara aplastado por la maquinaria pesada; así, con la excusa de asegurarse de no haber dejado nada olvidado, pudo entrar al lugar.

El sacerdote avanzó con lentitud por una de las alas laterales de la construcción; cuando se disponía a aproximarse al altar, escuchó una voz susurrando una letanía cerca de él. Con asombro vio que en medio del ala central había un anciano botado en el suelo de cara a las baldosas, con los brazos abiertos en cruz, rezando en voz baja un padrenuestro tras otro.

—Hijo mío, ¿qué haces acá?—preguntó el sacerdote, a distancia prudente del hombre.
—Rezo padre, rezo—dijo con voz apagada para luego seguir rezando.
—Hijo, esta iglesia ya no tiene sus objetos sagrados, será demolida pronto.
—Con mayor razón aún hay que rezar, padre—respondió el hombre.
—Hijo, yo sé que te apena la demolición de la iglesia, pero ya está todo decidido, no podemos hacer nada.
—Por eso seguiré rezando padre—dijo el hombre, para luego voltear la cabeza hacia el sacerdote—. Padre, ¿rezaría conmigo?
—Bueno hijo, rezaré un padrenuestro contigo, pero luego nos iremos—dijo el sacerdote.
—No padre, yo no me iré.
—Recemos entonces, y luego hablamos—dijo el sacerdote, para luego rezar en voz baja un padrenuestro, al ritmo del susurro del hombre.
—Gracias padre, gracias por acompañarme en oración—dijo el hombre agradecido, para luego voltear de nuevo su cara hacia las baldosas.
—Hijo, es hora de irnos—dijo el sacerdote, incorporándose.
—Adiós padre.
—Hijo, no te puedes quedar aquí, la gente de la constructora vendrá en cualquier momento a empezar a demoler, y no creo que sean tan condescendientes contigo.
—Padre, mi familia ha vivido en pecado, si estoy aquí es para paliar en parte el daño que hicieron—dijo el viejo, para luego agregar—. Necesito confesarme, padre.
—Hijo… está bien, haré una excepción. Cuéntame, ¿cuándo fue la última vez que te confesaste?
—Nunca me he confesado padre—dijo el anciano—. De hecho nunca fui bautizado.
—Entonces es imposible que te confiese hijo. Si no estás bautizado, a los ojos de dios no eres miembro de la iglesia católica—dijo el sacerdote, poniéndose de pie.
—Padre, mi familia es de pecadores—dijo el hombre sin despegar la cara del suelo—. Mi madre se dedicaba a la magia negra, y nunca supe quién fue mi padre, al parecer fui concebido en una de las muchas orgías en que participan los adoradores del demonio.
—Hijo, si quieres que te ayude primero debo bautizarte—dijo el sacerdote, tratando de idear algo para sacar al anciano medio loco de ese lugar—. Pero acá no tengo agua bendita. Ven, vamos a mi nueva parroquia, ahí te bautizaré hoy mismo, y podremos conversar con calma.
—Mi madre quiso consagrar mi existencia al demonio, padre—prosiguió el hombre, como si no hubiera escuchado al sacerdote—. Pero yo me negué, y empecé a leer la biblia y todos los textos de magia blanca que encontré. Mi madre se desesperó y me tatuó una imagen blasfema en el pecho, para que no me pudiera liberar de las garras de los íncubos.
—Hijo, ahí viene la gente de la constructora, debemos irnos—dijo el sacerdote, mientras entraban por la puerta principal varios trabajadores con casco, precedidos por un hombre bien vestido, ataviado con el mismo implemento de seguridad.
—Lo que mi madre no sabía es que yo logré encontrar cómo cambiar el sentido de la imagen blasfema, tatuando otra sobre ella—dijo el hombre, mientras era rodeado por los trabajadores que lo miraban con curiosidad.
—Oiga padre, tenemos que empezar a demoler—dijo el encargado de los obreros—. Cuando me pidió permiso para entrar no me dijo nada de esto—agregó, apuntando al anciano.
—Por eso es que yo doné este terreno a la iglesia después que mi madre falleciera, para purgar en parte los infinitos pecados de mi familia—dijo el anciano—. Padre, ayúdeme, debemos rezar, no pueden demoler la iglesia, si lo hacen, no sé qué pasará.
—Este hombre necesita ayuda psiquiátrica, tiene una suerte de delirio religioso—dijo el sacerdote, mirando al capataz—. Si me ayudan a levantarlo y a sacarlo de aquí, lo podré llevar a un servicio de urgencias para que lo internen.
—¿Y si el viejo nos acusa con los pacos después?—dijo uno de los obreros.
—Yo intercederé por ustedes y por él ante carabineros, no se preocupe—dijo el sacerdote.
—Está bien—dijo el capataz, para luego dirigirse a los trabajadores—. Ya, parémoslo con suavidad para que el padre se lo lleve a la posta.
—Por favor, no lo hagan, la iglesia está acá para protegernos—dijo el anciano, mientras era levantado sin dificultad por los hombres.
—La construcción ya no está consagrada hijo, no está la presencia de dios en este instante—respondió el sacerdote.
—Por favor, no me paren… el tatuaje… por favor…

Cuando lo terminaron de enderezar, el sacerdote y los trabajadores miraron con espanto el pecho del hombre, el cual estaba descubierto, dejando ver una horrible imagen de una estrella invertida de cinco puntas con el diseño de un carnero acomodado dentro de la figura. Sobre él, la imagen de un ángel armado con una espada, parecía bloquear los ojos y los cuernos del carnero.

—¿Qué hace una imagen del arcángel Gabriel sobre esa imagen satánica?—preguntó el sacerdote.

De pronto el piso de la iglesia se empezó a levantar, justo debajo de donde estaba el anciano. De entre las viejas baldosas un esqueleto con trozos de ropa de mujer empezó a incorporarse, asesinando con la mirada a los obreros, al capataz y al sacerdote, para luego dirigirse al anciano, quien lloraba desconsolado arrodillado en el suelo.

—¿Me echaste de menos, hijo mío?