Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, marzo 18, 2020

Guerra

El francotirador miraba con desdén a través de la mirilla de su fusil Barret .50 a la cabeza de su objetivo asignado. A su lado el observador le hablaba del viento, de la altura, de la distancia, de los clics en la mira que debía usar para acertar la primera bala que lanzara y así aprovechar el factor sorpresa; el tirador escuchaba concentrado las instrucciones del observador y hacía los ajustes necesarios, sin embargo en su cabeza empezaba a preguntarse por qué debería dispararle en la cabeza a un desconocido por órdenes de otros desconocidos que estaban en su cadena de mando.

El tirador intentaba recordar qué hacía antes de la guerra, esa guerra sin sentido que tenía a medio mundo en vilo y a la otra mitad matando y muriendo. Ya no recordaba cuántos años llevaba disparando a la cabeza a desconocidos a cientos de metros de distancia; en su mirilla eran como pequeños muñecos de juguete que se movían siguiendo órdenes de otros muñecos. Cuando recibía la autorización jalaba el gatillo, y en su mirilla la cabeza del muñeco se transformaba en una masa roja y el muñeco en un muñeco muerto y a veces hasta decapitado por el peso de la bala.

Reponedor de supermercado. Eso hacía antes de entrar al ejército como recluta. Cuando empezó la guerra y llamaron a voluntarios para nutrir las filas del ejército, de inmediato se inscribió para huir de ese destino que lo tenía encerrado doce horas al día entre un supermercado y una empresa. Al empezar el entrenamiento de inmediato se destacó, y a los pocos meses le ofrecieron el curso de francotirador, el que aprobó sin mayores contratiempos. Ahora ya llevaba cinco años en una guerra que parecía no tener fin, dedicado a matar objetivos específicos, y sin ver la posibilidad de volver a una vida medianamente normal.

El francotirador miraba al objetivo a través de la mirilla mientras el observador no dejaba de dar instrucciones. En el momento en que el observador estuvo conforme y le dijo que lanzara la bala, el tirador intentó ponerse en el lugar de su objetivo. A la distancia intentó meterse en su mente para intentar saber en qué trabajaba antes de la guerra, si tenía esposa, hijos, padres, hermanos, si tenía casa, perro, gato, o hasta un canario. De pronto su cabeza estalló en una nube de fuego: mil doscientos metros hacia el sur, un francotirador del enemigo no se detuvo a pensar en él ni por un solo momento.

miércoles, marzo 11, 2020

Rostro

El anciano miraba los letreros en la pared, tratando de leer lo que decían. Con la edad y las enfermedades su vista había estado empeorando ese último tiempo, haciéndolo ver todo borroso, en especial los rostros de las personas. El anciano había visitado a su oculista de siempre quien le hizo la evaluación de rutina; luego de descartar glaucoma y cataratas se dedicó a buscar cuál era la graduación más adecuada para indicarle anteojos. Luego de cuarenta y cinco minutos el médico se dio por vencido, pues le fue imposible encontrar con qué anteojos el anciano podría dejar de ver borroso. Finalmente le indicó aquellos que se acercaban más a mejorar su agudeza visual, y le indicó el nombre de un colega más joven para que lo evaluara. Luego de terminada la consulta el anciano salió de la consulta, y botó la receta y el nombre del otro profesional.

El anciano caminaba cabizbajo por la calle. Su vista le permitía caminar sin dificultad, pero todo se complicaba al intentar enfocar la mirada. Letreros, diarios, pancartas y rostros humanos le eran terreno casi desconocido. De pronto el anciano empezó a fijarse con mayor cuidado, logró concentrarse y enfocar las palabras en los textos de la calle; de a poco pudo empezar a leer letreros y demases, lo que le alegró en parte el día. Sin embargo los rostros, por algún motivo desconocido, aún se mantenían borrosos para él. Y lo peor de todo es que su oculista de toda la vida, no había sido capaz de ayudarlo.

El anciano caminaba lentamente. Ya había desistido de mirar a la gente a la cara, pues sólo lograba ver manchas, lo que lo incomodaba tremendamente; ahora se contentaba con leer todo aquello que se le cruzaba por delante, para ayudar a mejorar su ánimo y distraerse de su incapacidad de ver los rostros de las personas. De vez en cuando la vista se le iba, levantaba la cabeza, y se encontraba con el mismo panorama de costumbre.

El anciano se sentó en un banco a la mitad de una cuadra, bajo la sombra de un enorme árbol, con la vista pegada al piso. De pronto una mujer se paró frente a él, puso su índice bajo el mentón del anciano, y levantó suavemente su cabeza. El anciano quedó sorprendido: podía ver claramente el rostro de la mujer de edad media, su piel oscurecida por el sol, sus ojos oscuros, sus arrugas. El anciano intentó decir algo; la mujer lo hizo callar, se sentó a su lado, y puso su cabeza en el hombro del anciano. La mujer había encontrado un rostro visible luego de un par de años de no ver el rostro de nadie.