Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, julio 30, 2014

Puñetazos

Pedro Montoya salió del baño del bar. La música sonaba a gran volumen, haciendo que todos tuvieran que gritar para intentar escuchar a sus incidentales interlocutores. Montoya estaba ubicado en uno de los extremos de la corta barra, tratando que nadie notara su presencia, y bebiendo con calma un gran vaso de ginebra de dudosa procedencia: mientras no tuviera gusto a aguardiente aromatizado como el ron o el pisco que servían en el lugar, ni el sabor a nada del vodka, el apagado hombre bebería sin molestar a nadie. De pronto vio al barman salir del baño y dirigirse presto y con cara de enojo hacia él: instintivamente apuró el contenido del vaso, pues suponía que la conversación terminaría mal.

—Muéstrame las manos—dijo el barman, tomando las muñecas de Montoya para poder ver sus nudillos y sus dedos—. Por la cresta, ¿qué te dije cuando llegaste?—preguntó el hombre a Montoya, quien fijó su vista en el piso.
—¿Necesitas ayuda?—preguntó tras él un obeso hombre de piel curtida, que trabajaba como guardia en el bar.
—No, a este lo arreglo yo—respondió el barman, para luego voltear hacia Montoya, sin soltar sus muñecas—. Te he dicho hasta el cansancio que no agarres a puñetazos las paredes del baño. Eres tan bruto que las golpeas hasta sangrar, y dejas tu sangre impregnada en las paredes. Te dije lo que iba a pasar si te pillaba de nuevo, ¿cierto?
—Responde huevón, te están hablando—dijo el guardia con voz de enojado, sin lograr que Montoya despegara su vista del suelo.
—Déjalo, si este huevón no habla. Ya, te fuiste del bar, y no te quiero de vuelta hasta que se te pase la tontera, huevón idiota—dijo el barman, para luego llevar por las muñecas a Montoya hasta la entrada y dejarlo parado en el lugar, mirando concentrado el piso.
—Yo no sé por qué le perdonas tanto a ese loco de mierda, yo ya le hubiera sacado la chucha hace tiempo, y lo hubiera vetado para siempre del lugar—dijo el guardia, contrariado.
—Porque el tipo no es malo, solamente es loco—respondió el barman—. Además, el tipo estará a más tardar en tres días de vuelta, pagando la cuenta y dejando una propina decente.

Montoya se alejó del lugar, algo amargado por haber sido nuevamente sacado del bar que más le gustaba. Su deambular era errático, producto de no saber a dónde ir; de pronto, sus pies parecieron adquirir vida propia, por lo que se dejó llevar al destino que fuera que le tenían deparado. Cinco minutos más tarde Montoya estaba parado en la puerta de un club elegante, al que entró sin que el portero o el guardia pudieran siquiera alcanzar a reaccionar. Sin siquiera acercarse a la barra o a alguna mesa, el hombre se dirigió al baño de mujeres, provocando la estampida de sus usuarias, al ver al mal vestido hombre que entró al lugar y de la nada empezó a lanzar puñetazos al aire, para luego terminar por golpear con violencia uno de los pilares del gran espejo que adornaba la lujosa habitación. Apenas veinte segundos más tarde dos enormes tipos lo tomaron bajo los brazos y lo sacaron del lugar por la puerta posterior; justo cuando se disponían a darle la golpiza de su vida, el portero los detuvo, dejando que Montoya se fuera caminando cabizbajo, como siempre.

—¿Qué mierda te pasa, acaso no viste el escándalo que armó ese degenerado, huevón?—dijo el guardia más añoso y más agresivo—. Ese tipo anda de pub en pub haciendo shows de boxeo en los baños, y nadie hace nada.
—Cálmate, Montoya es un loco inofensivo, y aunque no lo parezca es más útil que cualquiera de nosotros para la sobrevivencia de nuestros  trabajos—dijo el portero, para luego agregar—. Si alguna vez yo no estoy, y él entra al baño, deja que le pegue a las paredes y cuando termine, sácalo sin hacerle nada.

Montoya seguía caminando sin rumbo fijo. Luego de pasar por dos bares aún no lograba emborracharse; ese era el único modo que tenía para dejar de ver a los fantasmas de los fallecidos en cada bar, a quienes reducía a puñetazos para que pudieran reaccionar, y seguir de una vez por todas sus caminos hacia lo que fuera que significara la palabra eternidad.

miércoles, julio 23, 2014

Pablo y Pedro

Pablo huía despavorido por la oscura calle. El temor a ser alcanzado por la horda de salvajes que los seguían era suficiente como para superar el cansancio y las dificultades que su cuerpo poseía, y seguir corriendo para lograr salvar su vida. Pedro en cambio parecía estar a punto de rendirse: él sabía, a diferencia de su hermano, que no importaba cuán rápido corrieran, en algún instante los alcanzarían, y luego de un indescriptible sufrimiento, todo acabaría.

Pablo y Pedro eran hermanos inseparables. Desde pequeños se acostumbraron a hacer todo juntos, lo que al parecer no era bien visto por la gente que los rodeaba, que desde siempre parecieron odiar a los hermanos. Ambos jóvenes tenían personalidades muy diferentes, pero que al final del día terminaban complementándose: mientras Pablo era aventurero, osado, valiente y a veces hasta algo inconsciente, Pedro era mesurado, recatado, racional y bastante reservado. Muchas veces Pedro había sido acosado sin ser capaz de reaccionar frente a las agresiones, y Pablo había debido intervenir para protegerlo y sacarlo del ambiente hostil; por su parte Pablo en más de una ocasión se había metido en problemas con gente adulta por su actuar algo arrebatado y sin ser capaz de medir consecuencias, debiendo intervenir Pedro para calmar las aguas y alejar a su hermano de conflictos que no estaba en condiciones de enfrentar. Los hermanos se entendían a la perfección, y ello estaba generando cada vez más odio en el entorno que los rodeaba.

Esa mañana Pedro estaba siendo insultado por un bravucón, acostumbrado a pasar por encima de todo y todos. El joven prefería simplemente mirar al piso para dejar pasar las barbaridades que el matón le decía; sin embargo Pablo no estaba dispuesto a ver cómo su hermano era vapuleado sin razón por un estúpido que basaba su poder en su talla y su violencia. Cuando el bravucón se acercó peligrosamente a Pedro, Pablo aprovechó la oportunidad y golpeó con violencia al agresor, quien cayó al suelo golpeándose la cabeza y empezando a sangrar profusamente. Eso fue suficiente para desatar la ira de los amigos del bravucón, y de todos aquellos que por algún motivo odiaban a los hermanos; los muchachos tendrían que huir rápido, pues la gente por fin tenía el motivo que necesitaban para descargar su odio en ellos.

Pablo y Pedro huían a toda velocidad de sus agresores. Pablo sabía que si no se preocupaban de sus perseguidores podrían salvarse; sin embargo Pedro ya no quería seguir dando la pelea contra la vida que tanto los había maltratado. Pablo estaba desesperándose por la actitud de su hermano, pues ambos se necesitaban para sobrevivir: luego de un par de insultos, logró que Pedro reaccionara y moviera rápido la pierna derecha, para él hacerse cargo de mantener moviendo a toda velocidad la izquierda, y así salvar a los siameses de una muerte segura.

miércoles, julio 02, 2014

Pequeña

La pequeña niña no tenía con quién jugar. Pese a que la plaza estaba llena de niños, ninguno de ellos parecía querer jugar con ella, sumiéndola en una pena tan grande como la que sintió cuando sus padres le dijeron que su perrito se había ido al cielo luego de haber sido atropellado por un autobús. La tristeza se había hecho presente en su vida en muchas oportunidades, pese a apenas tener cinco años de vida.

La pequeña era hija de un matrimonio joven. Madre, padre e hija solían salir a pasear a la plaza, donde siempre terminaban regañándola por su costumbre de soltarse de la mano de su madre y partir corriendo a buscar otros niños para jugar con ellos. La pequeña era muy amistosa, y su gran sonrisa le facilitaba interactuar con los niños que jugaban día tras día en el lugar, por lo que siempre terminaba jugando con alguien, mientras sus padres la miraban a distancia prudente, cuidando que nada la ocurriera.

Esa tarde la pequeña había llegado temprano con sus padres, y tal como de costumbre luego de caminar un par de metros por el pasto se había soltado de la mano de su madre para ir a buscar a sus incidentales compañeros de juego. Extrañamente a esa hora no parecía haber nadie, y cuando los niños aparecieron un rato más tarde, no parecían querer tomar en cuenta a la pequeña. La niña se acercó a todos sonriendo feliz, pero sólo cosechó indiferencia; con pena dio la vuelta para ir a los brazos de sus padres, y en ese instante comenzó su verdadero calvario: su madre, su padre y su perrito no estaban.

La niña empezó desesperada a gritar el nombre de sus padres, sin obtener respuesta alguna. El temor la invadió del todo cuando recorrió por completo la plaza, sin encontrar a sus progenitores, y sin que ello pareciera preocupar a nadie, ni a sus compañeros de juego de siempre ni a los adultos que los acompañaban. Al poco rato el temor se había transformado en angustia, mientras el hambre arreciaba y a nadie parecía importarle.

La pequeña niña no tenía con quién jugar. Luego de horas de búsqueda infructuosa, la niña se sentó en uno de los columpios de la plaza, a ver si se le ocurría qué hacer, o se acordaba de cómo volver a la casa. De pronto un niño más grande que ella se acercó decidido al columpio, y antes que ella pudiera reaccionarse se sentó en él, pasando a través del cuerpo de la niña. Si la pequeña no se hubiera soltado de la mano de su madre justo en el instante en que todos murieron atropellados, su alma hubiera emprendido viaje junto con sus padres al más allá. Ahora su alma sólo necesitaba entender que estaba muerta para poder seguir el camino de su madre, su padre, y su perrito.