Los
peleadores estaban frente a frente en el tatami. Era la final del
torneo internacional de artes marciales en estilo libre, y los dos
mejores combatientes de artes marciales tradicionales estaban de pie,
uno frente a otro, esperando la orden del árbitro para empezar a
dirimir el título de ese año. Ambos estaban con sus vestimentas
tradicionales ordenadas: uno con karategui blanco y cinturón negro,
el otro con yigui negro y faja roja. Las reglas eran simples, estaban
permitidos todos los golpes y llaves menos los ataques a genitales y
golpes a la nuca, por lo que la libertad de acción para ambos
combatientes era enorme.
El
árbitro coordinó con los jueces de las cuatro esquinas; los dos
peleadores saludaron al juez, luego se pusieron frente a frente y se
saludaron tradicionalmente entre ellos, y en cuanto el árbitro dio
la orden empezaron a combatir. Ambos eran artistas marciales
expertos, con al menos diez años de experiencia cada cual, por lo
que no se guardaron nada. Los golpes de pies y puños iban y venían
a una velocidad casi vertiginosa, para el deleite de los asistentes.
Después de un minuto y medio de combate ambos aún no se habían
tocado, y en ocasiones a los jueces les costaba apreciar si es que
había contacto entre ellos y dónde.
Terminado
el primer round ambos peleadores descansaron por un minuto.
Extrañamente ninguno de los peleadores tenía gente en su esquina,
por lo que cada cual se paró en un lado del tatami esperando la
orden del árbitro para seguir las acciones. Al empezar el segundo
round ambos peleadores empezaron a moverse algo más lentos, con
movimientos más amplios, y a una mayor distancia. El árbitro, los
jueces y el público no entendían nada, pero era imposible
interrumpir el combate para tratar de dilucidar lo que estaba
sucediendo.
Terminado
el segundo round el árbitro se cruzó entre los peleadores para
detener el combate, siendo ignorado por ambos. El árbitro no
entendía qué pasaba, pero debió salir del medio para evitar ser
golpeado. Los jueces empezaron a mover sus banderas, lo que también
fue ignorado por los peleadores, quienes mantuvieron sus movimientos
amplios y a una mayor distancia. En las graderías un viejo maestro
japonés retirado que asistía todos los años a ver el torneo estaba
fascinado: era el único capaz de ver que las almas de ambos
guerreros estaban ataviadas con armaduras tradicionales y espadas del
siglo XVII, y que estaban librando una batalla a muerte que nunca
habían podido terminar en el campo de batalla cuatro siglos atrás.