Venganza
Los adornos de la recién terminada festividad estaban volviendo a la caja de donde habían salido. Acabada la fiesta había llegado el momento de volver toda la ambientación a la adusta realidad de siempre, y guardar los adornos, junto con el jolgorio y la alegría, en la caja de donde volverían a salir en otro momento del año.
La gente estaba feliz guardando toda la parafernalia, como si desmontar la fiesta fuera parte de la misma fiesta. Para cualquiera que viniera de fuera y viera esos sentimientos, sería una confusión difícil de aclarar: ¿cómo se podría estar feliz al desarmar y guardar todo lo relacionado con una celebración, si es que ello era señal inequívoca del fin de dicha celebración, y por ende de la felicidad que ello traía? Sin entender bien el por qué, la gente reía y disfrutaba mientras desarmaba lo que tanto tiempo les había tomado armar.
La oficina había vuelto a su estado inicial. Las risas se habían apagado, y estaba volviendo a sentirse el aire gris que inundaba dicho edificio. Lentamente los celebrantes volvían a ser oficinistas, y el edificio volvía a ser la repartición pública de siempre, llena de estrés, reclamos, gritos, enojos y recriminaciones.
En la misma jornada en que se había guardado la fiesta en sus respectivas cajas, una joven mujer entró al edificio y se dirigió derechamente a la oficina tres del segundo piso. Un guardia de seguridad, hombre añoso, pequeño y enjuto, se acercó a ella a preguntarle qué necesitaba: la mujer lo miró a los ojos, sacó de entre sus ropas una pequeña pistola y disparó a la pierna del hombre quien cayó gritando de dolor al suelo, provocando una estampida en los funcionarios salvo en dos que corrieron a socorrer al anciano.
La mujer entró a la oficina a la que se dirigía; en un rincón el oficinista estaba arrollado temblando de miedo. La mujer se acercó a él, colocó la pistola en su cabeza, disparó tres tiros, y una vez se hubo cerciorado que estaba muero, guardó la pistola y saló del lugar sin que nadie intentara detenerla.
Los gritos de espanto de los funcionarios se mezclaban con los alaridos de dolor del guardia. Frente al edificio la mujer había entrado a una van, donde le entregó el arma a un hombre de rostro frío, quien miró a los ojos a la mujer, quien le dio las gracias y se dispuso a salir. Sin embargo el hombre la siguió mirando mientras la mujer bajaba la mirada. El hombre le dijo que ella no había cumplido con el trato, que él facilitaba venganzas mientras nadie más saliera lastimado. La mujer intentó balbucear una disculpa, que le había disparado al guardia al no saber qué hacer: el hombre la hizo callar, y le dijo que le cobraría lo justo por su violación al pacto. La mujer cerró los ojos esperando que el hombre le disparara en una pierna: en ese momento sonó su celular. Al otro lado de la línea un hombre que se identificó como policía le informó que su hija menor tuvo un extraño accidente en el colegio donde estaban cambiando unas ventanas, que una de las piezas de vidrio cayó desde el tercer piso del colegio, que hija iba pasando justo por debajo, y que la hoja de vidrio le había amputado la pierna izquierda, a la misma altura donde ella le había disparado al guardia. La mujer se puso a gritar desesperada, lo que no inmutó en nada a Arioch, el demonio de la venganza.