Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, octubre 31, 2012

Osario

La muchacha ordenaba con delicadeza y tranquilidad los huesos en el osario. La modesta caja de piedra donde guardaba los restos para ocupar menos espacio en el cada vez más atestado necrocomio, tenía el tamaño preciso como para albergar todos los huesos de una persona cómodamente, y así dejar lugar a que otro cadáver fresco pudiera tener un sitio seguro donde descomponerse hasta estar listo para reposar eternamente en su propio osario. La joven había llegado temprano al lugar, pues le habían avisado que el cuerpo de su difunto esposo ya estaba reducido a huesos, y estaba listo para que ella los pudiera recuperar de aquel asqueroso sitio creado a espaldas de dios y a vista y regocijo de Hades. Ya era cerca de mediodía, y aún seguía limpiando uno por uno los huesos de su amado, y depositándolos con cariño y orden absoluto en la caja. En general el proceso de recuperar los huesos era el más complicado, pues cada deudo debía hacerlo por sus medios o pagar por ayuda, dado el peligro que representaba estar en medio de un sitio con hedor a muerte en todas sus etapas de desarrollo, e infestado de todo tipo de animales de carroña, puestos ahí para apurar el proceso y acortar la espera de los deudos que querían recuperar luego lo que quedaba de sus pasados, y de quienes pujaban por tener dónde dejar los cadáveres de sus seres queridos para evitar que tuvieran un futuro peor. La joven simplemente entró al terreno, se dirigió a la ubicación que le dieron de los despojos de su amado, los echó a una bolsa y se los llevó a la habitación donde la esperaba la caja de piedra, sin siquiera mirar todo lo que ocurría a su alrededor.

La muchacha limpiaba con cuidado y dedicación cada hueso, preocupándose de retirar todo resto que quedara en su superficie y que pudiera opacar su descanso eterno. Ya tenía destinado un espacio en el patio de su casa, a los pies de un gran ciruelo que su hijo y sus amigos usaban de día para jugar, pues en él estaba instalada una vieja casa de árbol; en la noche, el cuartucho de madera servía de puesto de vigía, por lo que el lugar era perfecto para el descanso final del dueño de casa. El proceso de limpieza de los huesos era vital, la muchacha ya había visto lo que pasaba cuando quedaban restos no óseos dentro del osario, y no quería que sus hijos fueran testigos a tan temprana edad de la realidad del entorno en que estaban viviendo.

La muchacha por fin terminó de hacer su trabajo. Luego de acariciar por última vez los huesos limpios de su amado selló el osario y lo colocó en su vehículo para llevarlo a casa y darle el reposo definitivo que merecía, como todas las víctimas del maldito virus que crearon accidentalmente mientras trabajaban fabricando una vacuna contra la diseminación zombie, en un laboratorio clandestino. Luego del término de la raza humana, la civilización zombie era la reinante en el planeta, y debían luchar por defender su forma de vida de los nuevos infectados.

miércoles, octubre 24, 2012

Sorpresa

El viejo antropófago inmortal yacía en su falso lecho de muerte. Luego de algo menos de ochenta años viviendo en el mismo lugar, había llegado el momento de mudarse y empezar una nueva pantalla que le permitiera seguir alimentando su cuerpo de cuerpos humanos, y su alma de humanidad. Después de centurias en lo mismo, ya no era conflicto filosofar con su comida; mal que mal, luego de asesinarlos y devorarlos, sus conocimientos no se perdían en el limbo de la sabiduría no compartida, sino quedaban en su mente para ser usados o compartidos en alguna de las realidades que se inventaba para poder seguir viviendo su esencia, y sufriendo su incapacidad para morir.

El sempiterno monstruo no se cansaba de devorar humanos. Después de haber convivido desde tiempos inmemoriales con ellos sabía de lo que eran capaces de hacer, frente a lo cual sus asesinatos y antropofagia eran meros juegos de niños, y casi una necesidad para recordarle a esa extraña raza con la cual compartía sólo su forma externa, que pese a sus ambiciones y a su ego, eran efímeros e intrascendentes como individuos. Cada vez que llegaba a algún nuevo lugar y empezaba diezmar a su población, debía inventar alguna coartada para no ser inculpado: generalmente a la quinta o sexta víctima ya había aprendido las costumbres de su nueva cota de caza, por lo cual empezaba a seleccionar a aquellos sin familia, lo suficientemente pobres, o a delincuentes odiados por todos, para que sus desapariciones no causaran mayor impacto en los vecinos del lugar.

Esa noche el viejo antropófago actuaba su papel de agonizante. Había dejado pasar un mes sin comer, con lo cual había bajado de peso y tomado un asqueroso tono gris violáceo en su piel, que daba a entender que estaba en las últimas, cuando solamente estaba con algo de apetito. Su libreto era simple y completamente efectivo: luego de un par de horas de sufrimiento para convencer a quienes rodeaban su cama, espiraba sonoramente y quedaba en apnea algunas horas, hasta que su cuerpo era depositado en un cómodo cajón, en el que volvía a respirar con toda tranquilidad. Una semana después, luego de llevar cuatro o cinco días bajo tierra, simplemente rompía el ataúd y salía de la tumba, tratando de hacerlo de noche para no ser descubierto. La mayoría de las veces su primera comida pos mortem era el guardia del cementerio, cuyos huesos depositaba en su tumba para darle justa sepultura a quien tal vez no merecía morir. De sus bienes no recuperaba nada, lo que daba exactamente lo mismo: lo material era completamente prescindible después de tantos siglos de existencia.

Luego de morir en su cama y aguantar la respiración poco menos de una hora, llegó el ataúd donde lo depositaron. La caja era bastante incómoda, sin los acolchados a los que estaba acostumbrado cada vez que moría; le parecía un poco extraño tanta premura por sacarlo de la cama y meterlo al cajón, pues siempre debía estar varias horas rodeado de gente llorando cínicamente su partida, en espera de haber sido recordados en algún testamento que jamás había escrito. Ahora no hubo llantos, besos ni abrazos al cadáver, sino huida y premura; en cuanto lo metieron al cajón martillaron rápidamente la tapa, lo sacaron del lugar donde había vivido toda esa farsa llamada vida y lo subieron a una carreta con caballos que partió rauda con rumbo desconocido. El antropófago estaba intrigado pero no asustado, ya había pasado por muchas muertes, inclusive en algunas oportunidades fue descubierto y sometido a crueles torturas que apenas le dejaron algunas cicatrices que no duraron más allá de una tarde. Ahora no le quedaba más que esperar para saber qué sorpresa le tenían preparada los humanos.

Después de una hora de frenética cabalgata la carreta se detuvo, y el ataúd fue llevado en andas; era fácil reconocer el vaivén de la marcha humana cargando su cuerpo en una caja, por lo que suponía estaba pronto a ser sepultado y por ende, salir de la curiosidad. De improviso su ataúd fue depositado en otra plataforma que se empezó a mover con suavidad por cerca de media hora más. Cuando el movimiento se detuvo el antropófago inmortal sintió ruido como de cadenas, luego de lo cual su cajón fue levantado y lanzado por los aires: un par de segundos después el fondo del ataúd chocaba contra la superficie del mar, y empezaba a llenarse velozmente de agua. En el instante en que el inmortal intentó liberar la tapa descubrió que el cajón había sido amarrado con pesadas cadenas para impedir su salida y para hacer las veces de lastre. Los humanos le habían ganado esa batalla, el paso siguiente era esperar dar con el fondo del mar, y una vez ahí encontrar algún punto débil en la caja para poder escapar y planificar su venganza contra esa raza maldita, una vez hubiera vaciado el agua de mar de su estómago y pulmones.

miércoles, octubre 17, 2012

Síntesis

“Me niego a creer, exijo saber”. La dura letanía repetida en voz baja por hombres y mujeres parecía ser capaz de hacer vibrar el aire, cambiando la frecuencia de la vida de quienes la sentían en sus huesos y oídos. Su brevedad hacía que la repetición continua e ilimitada de ese credo tomara cada vez más y más fuerza, pese a que el volumen de las voces se mantenía continuo en el tiempo. Lo único capaz de interrumpir la grata y casi hipnotizante vibración de esa suerte de conjuro, era el ruido del disparo en la nuca de cada uno de los recitantes, seguido de la caída del cuerpo hacia la fosa común. Los recitantes estaban arrodillados frente a una larga zanja hecha con una retroexcavadora; tras ellos, un grupo de soldados pasaban con sus pistolas en las manos, ajusticiando uno por uno a quienes estaban en la fila y seguían insistiendo con repetir una y otra vez el mantra prohibido. Por un asunto formal uno de los militares -generalmente el de peor comportamiento- pasaba delante de los recitantes y les mostraba el primer mandamiento del libro sagrado, donde se prohibía expresamente no creer en algo más allá de los sentidos, y poner al raciocinio sobre la fe. Cuando el militar les mostraba el texto y no lograba acallar a quien lo leía, de inmediato pasaba al siguiente recitante, dejando el espacio suficiente para que el cadáver de quien lo había ignorado cayera a la zanja que hacía las veces de fosa común; tal como hacía ya varios meses, terminada la jornada de ejecuciones, la misma retroexcavadora que había cavado la zanja se encargaba de taparla, para ocultar los miles de cadáveres de la vista de los fieles.

Los recitantes eran una secta de temer. Dueños de un tesón y un metodismo extraordinarios, fueron capaces de organizarse para memorizar todos y cada uno de los libros que fueron eliminados de la faz de la Tierra, una vez que la Revolución Religiosa se hizo cargo del gobierno mundial. Nadie creyó que todas las religiones del mundo serían capaces de ponerse de acuerdo para plantearse un objetivo central: guiar al mundo en el nombre de la divinidad. Luego de décadas de reuniones secretas, cónclaves públicos, asambleas y debates en cada uno de los cultos formales del planeta, y no ajenos a grandes conflictos propios de la lucha de los egos de cada credo para poner a su dios por sobre el de sus socios, se logró consensuar un gran libro sagrado, que si bien era cierto no reemplazaba al de cada credo, sirvió para hacer confluir todos los lugares comunes de la fe humana en un solo texto guía. En un principio, la Revolución Religiosa se planteó como una suerte de sociedad elitista que recibía miembros encargados de difundir sus ideas dentro de los círculos de poder económico, ofreciéndose como cara visible de los gobiernos en las sombras; una vez que se apoderaron de todos los cargos de poder intermedio y unas cuantas presidencias de países en vías de desarrollo, empezaron lentamente a formular modificaciones legales y constitucionales que les dieran un poco más de poder que el que recibían de la plutocracia gobernante. Pronto los grupos de poder dueños de los recursos energéticos y bancos del mundo, notaron los pequeños pero múltiples esfuerzos que los miembros de la Revolución Religiosa hacían para obtener algo de influencia y por ende poder, en todas partes del mundo. Ese era el momento que estaban esperando: luego de la caída en desgracia de la clase política por doquier, el liderazgo de muchos países estaba cayendo en manos de gente común que buscaba el bien del resto de la gente común, cosa absolutamente impensable e intolerable en el orden establecido, donde las élites económicas daban migajas de variados tamaños a quienes hacían ruido, para silenciarlos en la medida de lo necesario; esa gente común, la nueva clase política, no tenía precio ni ambiciones, por tanto no eran controlables, así que había que contrarrestarlos con una nueva clase que estuviera cimentada en la raigambre cultural de la humanidad. La fe entregaba a la gente común el mismo mensaje que los nuevos políticos, pero apelando a la iluminación divina como medio para obtener ideas, y como fin ulterior a lo logrado durante la existencia. Así, desde los sermones y los púlpitos se convenció a los electores de votar por los elegidos por la Revolución Religiosa para guiar a las naciones, ahora rebaños de la divinidad, por el camino de la corrección. Los plutócratas estaban felices, sin invertir mucho habían logrado la mejor pantalla posible para seguir gobernando en las sombras, a cambio de pequeñas migajas que no cambiarían a los destinatarios de las ganancias de la productividad mundial.

En un principio la Revolución Religiosa se dedicó a ganar cargos políticos de mayor importancia, y empezaron a demostrar con hechos que eran mejores gobernantes que antiguos y nuevo políticos. Poco a poco los problemas económicos de las sociedades en el mundo empezaron a equilibrarse, y la gente empezó a recuperar su poder adquisitivo y a ganar confianza en la nueva teocracia. De un día para otro las reuniones previas surtieron efecto, y cuando más de dos tercios del planeta estaban bajo las órdenes de miembros de la Revolución Religiosa, los líderes acordaron acabar con la democracia como tal, e imponer la designación divina como método de elección de representantes, eliminando los sufragios a cambio de mantener a la gente económicamente feliz. Luego de un par de años de aprender a gobernar por ese medio, los líderes de cada país le entregaron su poder a un consejo de gobierno mundial, quienes se encargarían del bienestar de las personas. A partir de ese momento, la Revolución Religiosa se hizo cargo de modificar leyes, y erigir al gran libro sagrado como la nueva constitución planetaria.

En todas partes del mundo aquellos que vivían del conocimiento alzaron sus voces, temiendo que sus ciencias ya no fueran necesitadas ni financiadas por el nuevo gobierno mundial; sin embargo todos fueron bien acogidos, con la sola condición que todos y cada uno de ellos, tal como el resto de los habitantes del planeta, estuvieran bautizados en alguna fe y la reconocieran públicamente como el origen de sus conocimientos. La gran mayoría estuvo dispuesto a aceptar el contrato social con tal de no perder sus recursos y libertades, y así poder seguir con sus vidas de un modo relativamente similar a como era antes del inicio de la nueva era teocrática. Un año más tarde, y una vez que el poder del nuevo gobierno mundial estuvo completamente consolidado, empezó la verdadera revolución.

Uno de enero. Mientras la mayoría de las personas despertaban de alguna celebración de año nuevo, el mundo había dejado de ser lo que era la noche del treinta y uno de diciembre. Cuando la gente encendió computadores, televisores o radios para enterarse de las clásicas notas donde se mostraba cómo se recibió la llegada del nuevo año en las diversas latitudes del mundo, se encontraron con una realidad incomprensible pero previsible. En cuanto dio el año nuevo en el último huso horario del planeta, el gobierno mundial decretó el inicio de la Nueva Era Divina: el año que había comenzado era desde ese instante el año cero de la nueva era, los meses cambiaban sus nombres por el de doce nombres de dios según las religiones conformantes del gobierno, y los días de la semana dejaban de lado su denominación astrológica para empezar a llamarse como cada uno de los siete libros sagrados principales del mundo. Durante ese año cero, definido como tal para probar los cambios que se harían definitivos a partir del año uno, se crearon consejos de sabios religiosos encargados de revisar uno por uno los textos de dominio público existentes en cada país, y definir si su existencia era acorde con el gran libro sagrado. Luego siguieron textos técnicos, música, programas de televisión, páginas web, y todo medio de difusión masiva local y global. Así, al comenzar el año uno de la nueva era, la tierra era regida por las leyes creadas por los hijos de dios.

A principios del año dos, los consejos locales empezaron a recibir noticias perturbadoras. El material prohibido se seguía produciendo y difundiendo clandestinamente, gracias a la aparición de grupos disidentes bastante bien estructurados, que no tenían identificaciones pues no estaban bautizados en ningún credo: durante el año cero se instauró como dato obligatorio en los documentos de identificación en todo el planeta la religión a la cual adhería el ciudadano. Durante el mismo período se oficializó la desaparición del papel moneda y su reemplazo por el dinero electrónico, cuyo chip estaría incorporado a la tarjeta de identidad: así, quien no estuviera bautizado en algún credo no podría recibir sueldo ni acceder a la economía moderna. Los grupos disidentes -aquellos que decidieron ser consecuentes y no bautizarse, así como muchos que pese a su falta de fe simplemente siguieron la corriente para poder vivir en paz- se armaron en torno a esa dificultad, primero generando comunidades cerradas de trueque e intercambios de bienes por servicios, y luego como pequeñas cooperativas agrícolas que consumían lo que producían, y generaban su propia energía gracias a la utilización de desechos orgánicos y fuentes renovables. Durante el transcurso del año cero dichas comunidades y cooperativas autónomas empezaron a comunicarse entre ellas y a generar una red paralela a la economía formal en lo local, y a interactuar por medios electrónicos compartiendo técnicas y conocimientos en lo global. Ese modo de resistencia pasiva basada en las necesidades básicas, pronto se abrió a la tarea de nutrir las otras necesidades de sus miembros: preservar el conocimiento que estaba proscrito por el gran libro sagrado, transmitiendo sus contenidos como archivos digitales e imprimiendo aquellos textos que resultaran fundamentales para la perpetuación del acervo cultural humano. Mientras el gobierno mundial estaba expectante frente a la distribución del conocimiento proscrito por doquier, sin saber bien de qué modo detener su viralización, la plutocracia en las sombras decidió intervenir lo antes posible para evitar el avance de la nueva economía, que amenazaba con diseminarse y ganar adeptos suficientes como para desestabilizar su status quo de dominación mundial. Así, influyeron en los líderes mundiales para reprimir y castigar la disidencia religiosa con cárcel, con lo que mataban ambos pájaros de un solo tiro: al encarcelar a sus miembros destruían todo el material de difusión existente, y al sacarlos de circulación los incorporaban a la economía legal, pudiendo inclusive destruir sus comunidades y avances. El temor a perder el conocimiento, el único bien preciado de estos grupos, los llevó a adoptar el método ancestral de transmisión de la información, usado por siglos e inclusive milenios por nuestros predecesores: el boca a boca. De ese modo se dieron a la ardua tarea de memorizar todos y cada uno de los libros que estaban prohibidos por ley, de modo tal de no arriesgar su sobrevivencia para las futuras generaciones. Como cada comunidad tenía sus propios textos, y muchos de los universales estaban traducidos, sus contenidos fueron memorizados y enseñados a sus descendientes. Para facilitar la memorización y su enseñanza, cada cual le dio un ritmo a su relato; de esa conducta nació su denominación común:los recitantes.

Año cinco. La radicalización de ambas partes estaba desencadenando un nuevo descalabro, peor que las crisis económicas y sociales que fueron el génesis de todo, y que ya estaban generando descontento en la población, que veían que miembros de sus familias eran detenidos y enjuiciados por no tener fe o por guardar libros viejos. Los recitantes estaban ganando fuerza como movimiento día tras día: aparte del tesón de sus integrantes para memorizar palabra por palabra cada libro escrito y proscrito, de la infinita paciencia para recitarlo una y otra vez a quien lo necesitara o pidiera, y de su extraña apertura a escuchar a quienes los intentaban convencer de las cualidades del gran libro sagrado sin entrar en discusiones o faltas de respeto, se sumaba su disposición a compartir sus excedentes de energía almacenada. La generación de energía pagada bajo las leyes de la revolución religiosa se hacía cada vez más cara y difícil de mantener en el tiempo, por lo que el regalo de electricidad era siempre bienvenido, y para desazón de las autoridades, agradecida por medio de la integración del trueque como forma de pago a quienes no podían recibir dinero electrónico. Así, día tras día los recitantes se pudieron rehacer de artículos suntuarios de los que disponían antes de la revolución, y con ello facilitar sus vidas y fortalecer el movimiento a escala mundial. Los plutócratas veían con espanto cómo los revolucionarios aceptaban sin mayores problemas a los recitantes, quieres ahora empezaban a enseñar a los bautizados cómo crear su propia energía: ya estaba decidido, había que dar un golpe que borrara de la faz de la tierra a ese grupo de disidentes, y que sirviera de advertencia a los bautizados para que se alejaran de esa lacra.

El día Torá cinco de Alá del año cinco N.E. (Nueva Era) a las ocho de la mañana, en dos ciudades importantes de cada continente, un total de diez estaciones de tren subterráneo atestadas de usuarios volaban en pedazos, producto de explosiones perfectamente programadas para ocurrir simultáneamente, acabando con las vidas de miles de personas que a esa hora esperaban para ir a sus trabajos, universidades, colegios o jardines infantiles. Las investigaciones preliminares encontraron en cada sitio evidencia que los artefactos se activaron con baterías hechizas que funcionaban con desechos orgánicos, invención propia de los recitantes. El gobierno de la Revolución Religiosa no tardó en tomar una decisión drástica, pues ya no bastaba con el bloqueo económico y social: ahora eran un grupo terrorista que atentó contra los seguidores del gran libro sagrado, por tanto debían ser eliminados de la faz de la Tierra. En una semana se dictó una ley mundial que ordenaba destruir cualquier libro que no estuviera aceptado por los consejos locales, y ejecutar a los dueños de dichos libros que no tuvieran tarjeta de identificación; en el mismo texto legal se dejaba claro que si el dueño de los libros, en el instante en que fuera sorprendido sin identificación, juraba en nombre del texto sagrado tener fe, y se bautizaba en cualquier credo ese mismo día, sería perdonado y podría integrarse a la sociedad: pese a la maldad demostrada por los recitantes, tenían derecho al perdón y a la piedad emanadas de la Revolución Religiosa. Tres días después, el Baghavad 8 de Alá, empezaron las redadas de libros para capturar y ejecutar recitantes, y los trabajos de inteligencia para desbaratar comunidades y terminar con los líderes de los terroristas. El plan maestro de la plutocracia había dado sus frutos.

Dos semanas después de los atentados, el Torá 19 de Alá, un extra noticioso a nivel mundial dio cuenta de la captura en una comunidad ecológica cercana a una de las capitales continentales de uno de los líderes del movimiento. En su poder se encontraron varios computadores que hacían las veces de servidores para alojar sitios de internet que facilitaran la comunicación de las diversas células de los recitantes a nivel mundial. La expectación de la gente y los medios era enorme, y la presión ejercida por el gobierno mundial era mayor aún, lo que llevó al capitán a cargo de la captura del líder a saltarse los conductos regulares: en cuanto vio las decenas de cámaras de televisión apostadas en la plaza de la ciudad, a la espera de ver el paso del vehículo donde debían transportar al terrorista hasta los tribunales, hizo detener el vehículo, bajó al recitante a la fuerza y lo hizo arrodillarse al lado de la camioneta. Luego llamó al conductor y le pidió que trajera la copia del gran libro sagrado que llevaba a todos los operativos, y le hizo buscar el versículo donde aparecía el primer mandamiento consensuado de la Revolución Religiosa: “No dejarás de tener fe en la divinidad, ni pondrás el raciocinio o el conocimiento por sobre el poder de la fe y la divinidad”. El capitán hizo que el conductor leyera a viva voz el versículo, y luego le preguntó en voz alta a su cautivo si creía en ello y juraba dejar de lado su conducta subversiva; el recitante, sin despegar la vista del versículo, gritó con todas sus fuerzas “¡Me niego a creer esta patraña, exijo saber quién inventó esta porquería!”. Los gritos destemplados de la masa de gente presente en el evento hizo que sólo se lograra escuchar a través de la transmisión televisiva “¡Me niego a creer... exijo saber...!”, luego de lo cual, y en el fragor del hedor a odio y adrenalina que inundaba el ambiente, el capitán desenfundó su pistola, se paró a espaldas del hombre, y le descerrajó un tiro en la nuca que acabó con su vida instantáneamente. A partir de ese instante todo cambió: los líderes de la Revolución Religiosa instauraron como norma de juicio abreviado y ejecución la metodología del capitán, que inmediatamente fue ascendido a coronel; por su parte los recitantes asumieron como grito de libertad las palabras que lograron escuchar de su líder asesinado, quien ahora se había convertido en mártir de la causa, y empezaron a usar dicha frase tanto como mantra y declaración de principios. En las sombras, los plutócratas se regocijaban de la locura desatada y de las ganancias que les reportaría la radicalización de la realidad.

Año seis. En el aniversario de los atentados a los trenes subterráneos se difundió una macabra estadística: cerca de un millón de recitantes había sido ejecutado gracias a la nueva ley. Debido a ello un grupo no menor de perseguidos decidieron darle la razón a sus perseguidores y tomar la vía armada. Así, durante ese año empezaron a sucederse pequeños atentados que de a poco iban creciendo en su grado de destrucción y número de víctimas, aunque sin siquiera acercarse a la magnitud de los atentados iniciales provocados por los plutócratas. Junto con ello, un grupo de aquellos que tomaron la decisión de violentar sus medidas, formaron células paramilitares destinadas a atacar objetivos específicos y a realizar asesinatos selectivos, especialmente de líderes de la revolución religiosa que buscaban endurecer más aún las políticas del gobierno mundial. La semilla de la guerra había sido sembrada, y los plutócratas se frotaban las manos con las ganancias que obtendrían con el contrabando de armas.

Año diez. El planeta llevaba ya dos años librando la Tercera Guerra Mundial, llamada alternativamente la Cruzada de la Nueva Era por el bando de la Revolución Religiosa. El conflicto era una masacre de proporciones, pues en los dos años previos al inicio formal de las hostilidades se libró una salvaje guerra de guerrillas que llevó a la facción rebelde de los Recitantes a apoderarse de armas de destrucción mediana y masiva a distancia, lo que derivó en atentados cada vez mayores hasta que finalmente se declaró la Tercera Guerra. Lo que en un principio se libró en las principales capitales del mundo civilizado, poco a poco empezó a abarcar más y más territorios, hasta encontrar batallas en campos y desiertos olvidados hasta ese entonces. En el mes de Yahvé del año diez -junio del 2030 para los Recitantes- las víctimas de la guerra alcanzaban a los quinientos millones de muertos y más de mil seiscientos millones de heridos. Las pérdidas económicas eran sencillamente incuantificables, y la realidad mundial ya no tenía vuelta atrás. A mediados de mes las tropas hicieron un alto al fuego no ordenado por los altos mandos, sino simplemente nacido de la inutilidad absoluta de intentar capturar cien metros de ciudad de día que serían reconquistados en la noche, y dejarían cientos de personas muertas en el proceso. Las autoridades mundiales de la Revolución Religiosa y los líderes de los Recitantes estaban en una encrucijada: la guerra que ellos habían creado moría de inanición, los pueblos de la Tierra se habían cansado de todo, y había llegado el tiempo de la renovación definitiva. Obligados por el devenir de la realidad, revolucionarios y recitantes acordaron crear una nueva realidad, más parecida a la anterior a la revolución, que permitiera a todos ser felices y vivir en paz. Para ello hicieron el cambio sustancial que necesitaban: cambiar de una vez y para siempre el sistema bancario. Los precios ya no serían fijados por grandes capitales sino por las personas, atendiendo a sus necesidades y no a los intereses del mercado; los intereses de los créditos quedarían establecidos por ley en base a los ingresos de cada grupo familiar; las acciones se transarían en la bolsa sólo una vez a la semana, para evitar especulaciones del día a día. Así, la distribución de los recursos sería más equitativa y la posibilidad de hacerse millonario de la nada a costa de los pobres estaba por fin un poco más controlada. Los plutócratas por su parte habían logrado su objetivo: después de diez años de lucha entre bandos que nunca debieron existir, eran por fin dueños absolutos de todos los recursos renovables, y de todos los derechos de administración de los no renovables. Desde ese momento en adelante los modelos económicos dejaron de tener importancia para ellos: la propiedad del planeta estaba en sus manos, y los habitantes seguían siendo felices en su ignorancia.

FIN

miércoles, octubre 10, 2012

Vieja

El cancino andar de la vieja mujer a través del campo de maíz era fiel reflejo de los años que llevaba de vida en la tierra. Sus pasos cortos y arrastrados, y su lenta cadencia la hacían avanzar con una lentitud exasperante para cualquier ciudad mediana del país, pero que en su campo de maíz era la velocidad a la que había que andar. La anciana caminaba al parecer sin cansarse entre las plantas, que sin gran esfuerzo duplicaban su estatura; pese a ello, parecía que su plantación supiera quién era ella, pues a su paso los largos y duros tallos tendían a separarse, como si un par de gruesos y poderosos brazos antecedieran a la anciana en su marcha a través del campo de maíz. Nadie sabía cuántos años llevaba la vieja mujer en esa plantación. Los más jóvenes sabían de su existencia desde que tenían uso de razón, y los más viejos no hablaban de ella, e incluso desviaban la mirada si es que algún forastero insistía en preguntar lo que no se debía responder.

La planicie donde estaban las plantaciones era un lugar poco frecuentado por gente ajena a las familias de los dueños de los terrenos. Dueños de una tradición centenaria, todos en dicho territorio se dedicaban a la agricultura, salvo algunos propietarios que tenían unos pocos animales de crianza para proveerse de leche y derivados, huevos y carne para consumo familiar, pero que en nada interrumpían la tranquilidad del lugar y la mantención del uso de las tierras. Un día, luego de fallecer el dueño de las tierras colindantes con la propiedad de la anciana, un par de grandes camiones de mudanzas se llevaron todas las cosas del lugar, pues sus descendientes habían optado por alejarse de sus raíces y disfrutar de los frutos de la modernidad. Esa misma semana sendas máquinas aplastaron la vivienda y sus construcciones aledañas, y a la semana siguiente grandes camiones con paneles prefabricados armaron una especie de campamento de trabajadores, quienes como topos empezaron a perforar el otrora campo de trigo para dejarlo convertido en un verdadero colador, en busca de riquezas ajenas a la tradición del lugar.

Un mes después la planicie estaba revolucionada. La empresa dueña del terreno había descubierto que las tierras de cultivo descansaban sobre una gran napa de agua, y un par de kilómetros bajo ella, un gigantesco lago de petróleo. De inmediato los inversionistas empezaron a presionar a los viejos y nuevos dueños de las tierras para comprar toda la planicie y apoderarse de esa riqueza casi inagotable. Lo sorpresa fue enorme cuando la anciana fue la primera en vender, siendo seguida casi al instante por el resto de los habitantes del lugar. En cuanto todos se mudaron y las máquinas arrasaron con casas y cultivos, nuevas prospecciones se encontraron con que las primeras estaban completamente erradas: los inversionistas eran dueños de un desierto en formación.

El cancino andar de la vieja mujer a través de la tierra muerta era fiel reflejo de los años que llevaba de vida en la tierra. Luego de vender sus terrenos originales, la anciana y sus vecinos compraron tierra de nadie, sin agua ni nutrientes adecuados para hacer crecer algo vivo, a un precio extremadamente económico. A cada paso de la anciana, la tierra parecía empezar a cobrar vida, su color y textura cambiaba, y espontáneos flujos de agua manaban de la nada por todos lados. En una noche de cancino andar, la vieja Gea revivió un pedazo de su creación y le ganó otra pequeña batalla a los humanos en su guerra por la vida de su hijo, el planeta Tierra.

martes, octubre 09, 2012

7

Siete años aguantando mis locuras... feliz cumpleaños, Doctor Blood.

De regalo les dejo:

Los Cuentos del Doctor Blood  

miércoles, octubre 03, 2012

Casa

Un viento frío hacía bailar las ventanas de la casa abandonada. Cada ráfaga que violentaba la velocidad continua del viento hacía que las ventanas se golpearan con fuerza contra las paredes haciendo crujir la madera, única parte indemne pues los vidrios se habían quebrado varias tormentas atrás. La vieja casa de ladrillo con terminaciones en madera estaba a punto del derrumbre, producto del abandono y los saqueos de que había sido víctima en los últimos indignos años de su historia. Ahora no quedaba más que un caserón vacío a merced de los caprichos del clima, y de la maldad de los vivos que circulaban o hasta pernoctaban en sus restos.

Una joven muchacha embarazada y a punto de dar a luz corría presurosa por la oscura calle, a la máxima velocidad que su gravidez le permitía; sabía que la iban siguiendo, y que si no encontraba un lugar seguro, ni ella ni su hijo por nacer tendrían futuro. De pronto se encontró, casi al llegar a una esquina, con la casa abandonada; pese al riesgo que estuviera ocupada por vagabundos, adictos, traficantes o inclusive psicópatas, abrió la desvencijada reja y entró en ella, pues cualquier riesgo era menor frente a ser capturada. La casa en penumbras recibió a la muchacha en silencio, para luego de algunos segundos empezar a crujir a cada paso de la joven, como si su sola presencia fuera capaz de transmitir al abandonado esqueleto de vivienda el temor que sufría en esos instantes. La muchacha recorrió el lugar en silencio para asegurarse que nadie pernoctara esa noche allí, y poder sentirse algo más segura que lo que estaba afuera. De pronto unos pesados pasos se escucharon en la calle, siguiendo las instrucciones de una voz que los conminaba a buscar con cuidado y en cada rincón de la cuadra para dar con la muchacha: uno de los hombres abrió la reja y entró a la casa a hacer su trabajo. La joven aterrorizada buscó por todos lados hasta que una de las paredes del dormitorio cedió: había encontrado la puerta de un closet, en el que se acurrucó en el rincón cubierto por la hoja de madera. El hombre inspeccionó todas las habitaciones; cuando llegó al cuarto donde estaba el closet, la muchacha aguantó la respiración hasta que el tipo terminó de buscar; en un instante el hombre descubrió el closet, pero tal como ella esperaba, la sombra de la puerta y del tabique de la pared la ocultaron a la vista de su perseguidor. Un par de minutos más tarde la casa dejó de crujir bajo los pasos del hombre y la voz que daba órdenes se escuchaba cada vez más lejana.

La muchacha por fin podía respirar en paz, la vieja casa la había acogido y protegido justo a tiempo. Cuando la chica creía que sus problemas habían terminado, se dio cuenta que por sus piernas corría una gran cantidad de líquido transparente, señal inequívoca que el trabajo de parto había comenzado. La joven se acostó nerviosa en lo que quedaba del piso de madera del desvencijado dormitorio, y se dispuso a parir el fruto de Satanás que llevaba en su vientre. Al parecer el padre de la criatura había ayudado para que los ángeles guerreros no pudieran encontrarla a tiempo e impedir el nacimiento de la bestia destinada a acabar con todo y todos sobre la faz de la tierra. La joven virgen se sentía segura, a sabiendas que sus perseguidores estaban lejos y la casa la protegería de ellos. En cuanto la bestia nació, la construcción volvió a crujir: de un instante a otro los crujidos dieron paso a un temblor, el temblor a un derrumbe, y el derrumbe a un colapso de la tierra bajo ella, destruyendo la vieja construcción y llevándose con ella a sus dos habitantes. El caserón había cumplido su designio final; no por nada había sido construída en el terreno donde alguna vez una iglesia consagrada al arcángel Gabriel se levantaba, custodiando a la gente de bien.